Juan Pablo I y El nombre de la Rosa

Juan Pablo I y El nombre de la Rosa

El Faro 

En la famosísima obra El nombre de la Rosa, de Umberto Eco, Jorge de Burgos citando La Poética de Aristóteles, prohíbe a los monjes reírse porque el gesto de su rostro los asemejaría a la condición animal. La seriedad, el control y la formalidad son características, por tanto, que expresarían la dignidad inigualable del hombre sobre el resto de la creación.

El domingo pasado se beatificó en Roma al pasado Papa Juan Pablo I. Se le conoce regularmente como el Papa de la sonrisa. Poco tiempo estuvo en el pontificado (33 días), pero fue suficiente para que se le quedara ese sobrenombre y su gentileza sobrepasara su propia vida permaneciendo en el recuerdo.

¿Sonreír o no sonreír?, esa es la pregunta. La realidad que nos rodea está llena de incertidumbre y de cambios, tanto regionales, como nacionales e internacionales. Lo que acontece y los pendientes que tenemos en nuestra vida no son poca cosa. ¿Ante esta realidad qué podemos hacer? ¿Caminar serios y circunspectos por la vida, como apesadumbrados por los hechos o intentar tener buena cara en el mal tiempo?

El paso del tiempo no cede. Con todo lo que hemos vivido en estos dos años pasados y lo que estamos viviendo en la actualidad, se ha ido desgastando el ánimo de las personas. La depresión, el agotamiento, ciertos desequilibrios, el estrés van poco a poco haciendo mella. Van dejando nuevas secuelas en las personas. El gesto serio y preocupado se puede ver sin mucho esfuerzo en innumerables rostros. 

Creo que el que, justamente en este tiempo, aparezca la figura de una autoridad que no se tome tan en serio a sí misma, que se conozca lo suficiente como para reconocer sus limitaciones, que se ofrezca para servir a los demás, y todo ello con una sonrisa, puede convertirse en una invitación para afrontar la realidad de una manera amable.

Más allá de los matices y políticas religiosas y de las circunstancias del momento, Juan Pablo I, no Jorge de Burgos, nos presenta la posibilidad de conducirnos con una sonrisa que nos anime, que aligere las cargas de los demás con un gesto amable, que muestre una preocupación genuina por los que tenemos más cerca. 

La sonrisa en el rostro puede convertirse en el espejo auténtico del interior. No es una mueca, es la expresión de un aliento que se extiende a la mano que apoya, a la mano que cuida, a la mano que acaricia cariñosamente a los demás y a uno mismo.

Beato, de donde viene la palabra beatificación, significa, curiosamente, el que es feliz. En el caso de Juan Pablo I, no es un anuncio de lo que alcanza a ser, es más bien una declaratorio de lo que fue y que actualmente no puede servir de modelo.

Si el Papa Luciani fue capaz de mirar desde el balcón del Vaticano a la multitud con una sonrisa en el rostro, sabiendo todo lo que se le venía encima y todas las cargas que la muchedumbre tenían; si fue capaz de iluminar en tan poco tiempo la solemnidad milenaria del ceremonial romano, quiere decir que nosotros podemos en nuestra medida, hacer lo mismo desde el pequeño balcón de nuestro rostro. Nos alegraremos y alegraremos a los demás. No es necesaria la gran carcajada. Con una sencilla sonrisa es suficiente para que estemos mejor.

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