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De trabajo en equipo y colaboración

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De trabajo en equipo y colaboración

El Mercadólogo

Últimos días del mes de agosto, primeros días de septiembre. Se termina el periodo vacacional y, unos antes, otros después, la comunidad estudiantil en general retoma sus actividades. Estos cambios, evidentemente, causan trastornos en la vida de todos los que, de una manera u otra, estamos ligados a la enseñanza; bien sea porque siguen siendo estudiantes, porque son profesores, porque tienen hijos en edad escolar o simplemente porque les afecta el incremento del tráfico de las mañanas.

Con mayor o menor gusto, todos hemos pasado por estas etapas escolares, en las que, además de aprender conocimientos (muchos de ellos almacenados en una parte muy recóndita de nuestra memoria), obteníamos herramientas para nuestro futuro laboral, además de aprender a socializar con nuestros iguales. Una de las técnicas utilizadas por nuestros profesores era hacer trabajos en equipo. La idea, por supuesto, era complementar aptitudes y habilidades entre los diferentes integrantes del equipo, además de fomentar el compañerismo y la confianza en los demás, y aprender a establecer objetivos comunes.

Pero algunas veces, por flojera o por falta de tiempo, terminábamos con las «tijeras» en la mano, dividiendo el trabajo en común en diferentes secciones, más o menos equitativas, y luego con el «pegamento», uniendo cada uno de los esfuerzos individuales, intentando que ese «Frankestein» pudiera convertirse, si no en algo vivo, al menos en algo coherente y presentable. Lo importante era entregarlo, y, si podía ser posible, obtener una buena calificación.

Algunas veces, «tijera» en mano, me daba por pensar que, cuando llegara a mi vida laboral, esto iba a cambiar. Para mis lectores que aún no hayan dado ese paso en sus vidas, lamento hacer spoiler: no solo no cambian las cosas, al contrario, muchas veces se incrementa. Nuevamente, la falta de tiempo y de recursos obliga a utilizar esta técnica, en lugar de hacer un trabajo de reflexión en común.

Al hacer «trampa», dejamos de aprender a trabajar en equipo. Se nos olvida que hay que respetar las opiniones de todos los integrantes, escucharlos y valorar en su justa medida las diferentes ideas. Nos centramos en «la idea del jefe», sin cuestionar si esa solución al problema planteado es la óptima. Nos dedicamos a rellenar diapositivas, hojas de cálculo, páginas, gráficas, de la manera más rápida posible, muchas veces sin pensar exactamente en lo que estamos haciendo. Nos volvemos autómatas, en aras de cumplir con los tiempos de entrega, siempre ajustados.

Es que pensar lleva mucho tiempo, aunque no lo parezca. No es casualidad que los puestos dedicados casi en exclusiva a eso reciban también los sueldos más altos en la mayoría de las empresas. Y, para hacerlo, es necesario generar un ambiente propicio. Ya a principios de los años 2000, las fulgurantes empresas de Silicon Valley propusieron un nuevo modelo, con salas de descanso, videojuegos y demás herramientas destinadas a generar ese ambiente. Poco a poco, algunas de ellas han desistido de estos modelos, cuando se dieron cuenta que la mente se relajaba tanto que dejaba de pensar en lo que debía.

Por otro lado, esos recursos que se destinan a reflexionar y pensar no pueden, a su vez, estar ejecutando. Visto desde fuera, parece que no están haciendo nada, ya que su trabajo no puede ser cuantificable. Pero, al no estar ejecutando, luego tienen que dedicar un tiempo a plasmar sus ideas en un documento, lo cual también ocupa un tiempo. Precisamente, al ser el tiempo el bien más escaso en nuestras vidas, no se nos permite la oportunidad de frenar un momento.

No solo en el ámbito laboral: también en nuestra vida terminamos haciendo «Frankesteins»: comemos cualquier cosa, dejamos muchas de las tareas del hogar para otro momento, no damos la atención necesaria a nuestra pareja o a nuestros hijos, y mil ejemplos más. Lo importante es llegar a la fecha de entrega, de la manera más honrosa posible.