Home Nuestra Palabra Dalia Ibonne Ortega González “¿Yo…? no soy testigo.”

“¿Yo…? no soy testigo.”

“¿Yo…? no soy testigo.”

Entre líneas

Intervenir en un procedimiento penal no sólo genera obligaciones personales sino derechos públicos que deben ser respetados y garantizados

Cuando se trata de un delito -o hecho ilícito- nadie quisiera verlo, escucharlo, incluso olerlo, es decir, no se quiere y menos se desea atestiguar o presenciar la realización de una conducta que genere la investigación en un procedimiento penal, por varias razones, principalmente, por el miedo a las represalias por parte de las personas a quienes el descubrimiento de la verdad pudiera generarles un “inconveniente” (ya sea la persona imputada, sus familiares, amigos o quienes lo defienden, o bien, la víctima y quienes se encuentran relacionados a ésta y a sus intereses), o por otro lado, debido a la serie de interferencias en la persona y su vida al intervenir en las diligencias respectivas.

Sin embargo, descubrir la verdad y esclarecer los hechos delictivos, son principios constitucionales de cualquier proceso penal (Artículo 20 Constitucional, apartado A), por lo que llevan implícita la impartición de justicia para todas las personas involucradas, por lo que es de alguna manera, un bien mayor a salvaguardar, sin que ello implique desatender a este colectivo indispensable en el entramado procesal -testigos-.

Así, salvo ciertas excepciones (previstas en el artículo 365 del Código Nacional de Procedimientos Penales), todas las personas que son llamadas a atestiguar, tienen la obligación de comparecer y brindar su testimonio, declarando la verdad de cuanto conozca y les sea preguntado, sin ocultar hechos, circunstancias o cualquier información relevante que solucione el conflicto, lo que implica en sí el deber de testificar que dispone el artículo 360 del Código Nacional referido.

Sin embargo, ante dicha obligación trascendental, también existen derechos de las personas que intervienen en un procedimiento penal, por lo que, particularmente en Hidalgo, desde el año 2014, existe una Ley para la Protección de dichas personas.

Así, quienes por miedo o por inconvenientes en su vida cotidiana no quieren brindar su testimonio, deben, más que nunca, coadyuvar con la justicia, pues la mencionada Ley Estatal, al reconocerlos como personas protegidas (en situación de riesgo por su intervención en un procedimiento penal, sus familiares o amigos) establece a su favor Convenios de Entendimiento -artículo 22 de dicha Ley- que mandatan obligaciones estatales como la imposición de medidas de protección provisionales o permanentes, las cuales pueden ser desde la custodia, vigilancia o aseguramiento de su persona o su domicilio por la policía, la instalación de botones de emergencia o seguridad o alarmas auditivas en su domicilio, el alojamiento temporal en un lugar reservado o centro de protección, dentro o fuera del territorio estatal o nacional, el suministro de recursos económicos para alojamiento, transporte, alimentos, comunicación, atención sanitaria, mudanza, reinserción laboral, servicios de educación, trámites, sistemas de seguridad, acondicionamiento de vivienda y demás gastos indispensables, dentro o fuera del Estado o del país (mientras no pueda obtenerlos por sus propios medios); el requerimiento restrictivo a las personas que les generen un riesgo, o incluso hasta medidas que imposibiliten su identificación.

Todas aquellas a cargo del Centro Estatal de Protección a Personas, dependiente de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Hidalgo, es decir, del Poder Ejecutivo Estatal.

Por tanto, intervenir en un procedimiento penal no sólo genera obligaciones personales sino derechos públicos que deben ser respetados y garantizados institucionalmente para llevar a cabo el fin deseado: encontrar justicia a través de la verdad conocida por quienes la han percibido y conservado en su memoria, deben evocarla y expresarla, sin que les inhiba el temor o la incomodidad, pues como dijera el orador romano Quintiliano “la conciencia vale por mil testigos.”