EL MERCADÓLOGO
Cuando comencé a estudiar mercadotecnia, hubo un sector de mis amigos que me decían que iba a estudiar «cómo engañar a la gente». No los culpo, ya que, gracias al cine, tenemos en el imaginario colectivo la idea de ese vendedor del lejano oeste de los EE. UU., que recorría los caminos en su caravana, y que, cuando llegaba a un pueblo, desplegaba sus productos en la plaza principal, mientras daba un discurso sobre las «maravillas de este producto que hace crecer el pelo».
Incluso algunas veces, con la ayuda de su ayudante, que se mezclaba entre la gente, daba una muestra instantánea a los espectadores. Estos, viendo que los argumentos del vendedor de crecepelo eran totalmente auténticos e infalibles, caían en su engaño y compraban todas las botellas que su poder adquisitivo les permitía. Una vez realizadas las transacciones, el comerciante guardaba sus cosas y volvía al camino, sabedor de que, si volvía a ese pueblo, corría el riesgo de que más de un antiguo cliente le exigiera la devolución de su dinero, algunas veces de manera violenta. Pero, mientras no volviera a ese lugar, el engaño tendría efectos positivos para el estafador.
Así se pensaba que funcionaba la mercadotecnia. De hecho, mucha gente lo sigue pensando. En parte llevan razón, ya que, cuando la comunicación era unidireccional, las reacciones ante un producto deficiente o un servicio de mala calidad quedaban limitadas al entorno más cercano. La gente decía a sus familiares y amigos que tal o cual marca era de mala calidad, o que no fueran a algún sitio porque les trataban mal. Pero no trascendía demasiado, lo que hacía que muchos empresarios continuaran sin mejorar la atención al cliente.
Poco a poco, los anunciantes se dieron cuenta de que era necesario generar, precisamente, la reacción contraria: descubrieron la fuerza del «boca a boca». Para ello, incorporaron departamentos de investigación en sus empresas, que se encargaban de sondear las opiniones que tenía la gente sobre sus productos o servicios, y buscaban la manera de mejorarlos.
Después, vino la revolución digital, y con ella, los portales de opiniones. La comunicación se convirtió en bidireccional: ahora, los propios clientes podían hablar entre sí, aunque no se conocieran, y compartir sus experiencias. Creo que esto lo hacemos la mayoría de la gente en la actualidad: cuando nos planteamos ir a un hotel, o a un restaurante, por ejemplo, primero solemos leer las opiniones de la gente, para corroborar que nuestra experiencia será satisfactoria. Luego, el surgimiento de las redes sociales potenció el alcance de dichas opiniones, tanto positivas como negativas.
Precisamente para gestionar esa comunicación bidireccional, se creó en las empresas el departamento de CRM, siglas de Customer Relationship Management, que significa administración de relaciones con el cliente. Desde aquí, se intenta dar el cauce correcto a las quejas vertidas en los diferentes canales de comunicación de las empresas, intentando convertir una experiencia negativa en positiva. También se escuchan las quejas más frecuentes de los clientes, de cara a localizar puntos de mejora.
Desafortunadamente, siempre existen los que convierten una oportunidad en un nuevo problema. Seguramente ustedes como yo, se han encontrado alguna vez con empresas que, cuando te intentas comunicar con ellos vía redes sociales, contestan con un mensaje predeterminado. Te dicen que tu opinión es muy importante para ellos y que se pondrán pronto en contacto contigo. Pero no lo hacen. Al final, tu mala experiencia se convierte en peor, debido a un mal manejo de la situación.
Es que, aunque sean virtuales, siguen existiendo algunos vendedores de crecepelo que manchan el nombre de los que nos dedicamos a esto de manera honesta.