Vivir, de estación en estación

Vivir, de estación en estación

LAGUNA DE VOCES 

El agua se desliza, no cae del cielo. Es una tarde especial porque llueve luego de tantos días, pero en silencio, tupida, sin escándalo. El pasto se convierte en cristales que salpican al paso de la gente, igual que las imágenes en tantos charcos como cada quien se los quiera imaginar, igual que los baches, las barrancas de plano ocultas por el agua, y por lo tanto se transforman en trampas, en ocasiones mortales.

Llovió y es asunto de festejar, porque a la par de calores que amenazaban con hacer cierta la leyenda de que estamos encima de un comal gigante, -donde solo a saltos de guajolote es posible la sobrevivencia-, se multiplicó la incertidumbre por el futuro, es decir la vida a la que todos nos aferramos.

Pero llovió, y la tarde dejó de ser algo cotidiano, para ser por vez primera en el año la invitación plena a poner en marcha la máquina de los recuerdos, que de pronto aparecen apenas llueve y se miran las calles con un rostro que creíamos perdido. Surge la melancolía, porque de pronto la memoria renace como planta que esperaba el riego para volver a producir, y es entonces cuando aceptamos que después de todo hay poca diferencia entre la misma hierba mala que se come las flores y el ser humano.

Nos hace falta el agua para renacer casi hechos cenizas en estos tiempos de calores nunca vistos en Pachuca, porque se consume la imaginación, y esto es igual que aceptar un jolgorio de la vida pero sin una razón cierta, carcajadas pues de puras muecas, de quijadas que aporrean los dientes pero igual a las de muñecos de ventrílocuo.

Pasada la tarde, llegada la noche, es posible mirar la ciudad como una muchacha recién salida de haberse sumergido en el mar, en el río. Estrena cara con todo y que la vida de asaltos y engaños en los cajeros continua a un ritmo desenfrenado.

Todo en un ciclo exacto, a veces no tanto, pero imposible de que no se cumpla todos los años, todos los meses, todos los días.

La lluvia nos recuerda que aún se preocupa por nosotros el que lleva el cronómetro de la existencia humana, y marca las estaciones del año para que sepamos que todos empieza y todo termina, y al calor primero gozo, luego sufrimiento, le sigue la lluvia, hoy tan silenciosa, ligera pero tupida, llena de vida.

A cada cual le gusta más un clima que otro, pero a todos les fastidia que las cosas no cambien, y por eso al sol suceden las nubes lloronas, a las nubes el viento, al viento el frío, al frío el calor y así hasta la eternidad.

Somos plantas, árboles, pasto, hierba mala, de la buena, de las flores, del maíz y el trigo. Somos todo lo que produce la tierra y a veces se nos hace eterno que una estación se convierta en destino único. Porque la primavera, el verano, el otoño o el invierno, son justamente estaciones porque a ellas llegamos cada año en un tren que espera que subamos para continuar, darle vida a la certeza de que cambiamos, de que somos otros aunque los mismos.

Llovió, y a todos nos alegró de un modo u otro, porque pasar de la primavera al verano es signo claro de que vivimos, de que no nos quedamos sentados y sin esperanzas en la primavera que cruza la gran vía del año. Que como quiera que sea ya vamos por el otoño, con suerte el invierno y entonces es seguro, absolutamente seguro, que una vez más estaremos en las posadas, en las celebraciones del año que ya se fue como el agua, el agua de la lluvia tan risueña y tranquila que nos mojó con cariño.

Llovió.

Y por lo tanto la esperanza renace, con un adiós amoroso a la primavera que cumplió con creces su promesa de ser luminosa, tan brillante que por momentos cegó los ojos de los que la miraron a la cara y con descaro.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

@JavierEPeralta

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