Estrellas en la laguna

Estrellas en la laguna

LAGUNA DE VOCES

No lo había contado, pero la laguna de mi pueblo guarda ecos tan antiguos como su formación. Ecos de voces, de imágenes, de murmullos, de susurros, de vidas que hace mucho se extinguieron; de vida que se quedó estacionada en sus gigantescos paredones. Basta con ir un día cualquiera de luna y estrellas, bajar por la barranca y aguzar el oído, la vista, para distinguir las palabras del abuelo Ezequiel, de mi padre Martín, de mi madre Aurora. Las sombras cobran formas que de ninguna manera son siniestras. Al contrario, son la primera esperanza de que la muerte no es el final de las cosas, sino un principio diferente para cada cual.

Mi padre siempre se quedó con las ganas de regresar a vivir a San Miguel, de respirar el aire frío que baja del volcán, de caminar por el empedrado que da vueltas a la laguna, y volver a platicar con su padre, su abuelo y todos los que en algún momento la aseguraron que podría encontrarlos en ese lugar misterioso, pleno de magia, de aparecidos y aparecidas, no por eso carentes de la belleza que otorgan los rayos de la luna.

Tampoco hay lugar más estrellado, yo supongo en todo el mundo, que recostarse a la orilla de la poca agua que hoy queda, y mirar el cielo en la noche que es casi eterna en el pueblo. Lo que se ve nunca habrá de borrarse de la memoria, porque el cielo es de un estrellado tan brillante que hace pensar que de alguna forma flotamos en el espacio.

Es cierto también que nunca vi platillos voladores, pero sí estrellas errantes como se les llama a los meteoritos, que de pronto ardían esplendorosas para apagarse a los pocos segundos. A veces hacían figuras como focos de navidad, es decir que se extinguían para volver a prenderse una y otra vez.

También las estrellas más brillantes colgadas del techo brillaban con una intensidad única que llegaba a lastimar la vista si las mirábamos fijamente. Estarían a millones de años luz, o tal vez muertas antes de que hubiera nacido, pero si eran el pasado de lo que fueron, resultaban únicas, hermosas, dignas de una poesía que nunca escribí.

Con suerte a la noche esplendorosa se agregaba una luna gigantesca, visible con sus cráteres por todos lados sin necesidad de telescopio. Blanca como una nube, nueva siempre, altiva, reina de los cielos. Entonces solo quedaba escuchar la música que sí existe del espacio, que es similar a los susurros, a los murmullos del camino que lleva a la parte baja de la laguna.

Algunos aseguran que justo en esos instantes es que todos los que alguna vez platicaron camino abajo, dejan escuchar sus voces, claras, finas, sin una sola duda que impida identificarlas. Y son lo mismo padre, abuelo, tío, tía, madre.

Seguramente algún día alguien acudirá para platicar conmigo a esos lugares, a mirar el cielo y sorprenderse con el brillo de estrellas que solo ahí son felices; lunas que casi se van de boca sobre el agua de la laguna, que a veces incluso besan su imagen reflejada.

Todos debiéramos tener un lugar especial para escuchar a los que se fueron antes, mirar el cielo, regocijarnos con la voz del universo, de quienes amamos. Un lugar que sea a prueba de ruidos tan constantes en este tiempo. A prueba de señales de internet, de ruido pues, de todo eso que nos distrae de lo más elemental que es escucharnos a través de los murmullos.

Espero que con todo y el murmullo que de por sí es mi voz, alguien me escuche cuando sea el momento, y platique conmigo, y sepa que igual que la vida, la eternidad se construye a pequeños pasos, pero constantes, seguros de que hay una razón cierta para mirar el firmamento en un pequeño pedazo de agua.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

@JavierEPeralta

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