La fe, la palabra y el silencio

La fe, la palabra y el silencio

Familia Política

Los grandes demagogos de la historia, basan el enorme poder que acumulan en utopías, engaños y misterios, con los cuales pretenden disfrazar su naturaleza de hombres y/o mujeres comunes; presentarse ante las masas como iluminados (as), portadores (as) de mensajes divinos; puentes de unión entre un dios omnipotente (que todo lo puede), omnipresente (que está en todas partes), omnisciente (que todo lo sabe)… por eso, al constructor de puentes se le llama pontífice.

Siempre dispuestos a creer en algo, fabricamos santos y formamos religiones a partir de la nada. Un charlatán de éxito en la Europa de los siglos XVI y XVII, dominaba con maestría el arte de erigir cultos. En ese lapso, la mayoría de la gente vivía, igual que nosotros ahora, en tiempos de transformación. Los grandes farsantes inventaron la técnica de vender de puerta en puerta sus elíxires curativos y recetas mágicas. Pasaban con rapidez de una ciudad a otra y centraban su atención en pequeños grupos. El demagogo se ubicaba en una plataforma elevada y la multitud se apiñaba a su alrededor. Es obvio que, en ese entorno grupal, el público era totalmente emocional, menos capaz de razonar. Así surgieron los denominados “saltabancos”, o dicho de manera más familiar “saltimbanquis”.

El espíritu colectivo casi siempre difiere de las convicciones individuales; la masa perdía identidad, capacidad de análisis; los puntos débiles de sus ideas quedaban ocultos por el fervor, la pasión, el entusiasmo del grupo, pero, sobre todo, por las ganas de creer. La gente (entonces y ahora) reaccionaba con violencia ante cualquiera que osare sembrar alguna duda; por eso es importante para estos personajes dominar la ciencia de atraer y mantener la fidelidad de una multitud. De esta manera, las élites se convierten en masas y las masas en practicantes de un culto, cualquiera que fuere su objeto de adoración. Así, sin documentar, ¿cuántos de estos fenómenos de gran éxito conocemos a lo largo del tiempo y a lo ancho de la geografía? Evidentemente, los que se conocen, serían la punta del iceberg de lo desconocido.

Política y religión se juntan en algún punto, para no separarse jamás. Imaginemos al poderoso faraón ordenando que las aguas del Nilo crecieran en determinada época del año para inundar las tierras de Egipto y propiciar las óptimas cosechas que aseguraban su subsistencia como pueblo trabajador, que sostenía a una clase parasitaria formada por sacerdotes, gobernantes y ejército. ¿Acaso el Nilo obedecía el mandato del faraón? ¡Claro!

El pobre río era esclavo de las leyes de la naturaleza y el gobernante sólo las estudiaba para montar una obra majestuosa de teatro de masas.

En otro orden de ideas, ¿cuántas mujeres murieron en las hogueras de la Santa Inquisición, acusadas de brujas? ¿Cómo era posible que un dios de bondad defendiera su sitial con tan depravados “actos de piedad”?… Los pueblos se incendiaban, las ciudades ardían, las masas vociferaban… solo los demagogos, cómodamente instalados en sus sitiales de confort, estaban a salvo tocando el violín, como lo hizo Nerón al quemar Roma. Aunque no hay que olvidar que muchos saltimbanquis fueron víctimas de su propia agitación.

¿Quién mató al Comendador? ¡Fuenteovejuna, Señor! Con estas palabras inmortales, Lope de Vega retrató en el teatro, la ira de un pueblo que se rebela contra su opresor; aunque no se sabe quién es, y el autor no lo menciona, se adivina que detrás de la movilización de un pueblo, debió estar algún agitador, no importa en este caso la justicia de la causa, de igual manera, se escuchaban por las calles de París en 1789, los gritos con la triple consigna: ¡Libertad ¡Igualdad! ¡fraternidad!, con el cual, la turba logró que rodaran guillotinadas las cabezas del Rey Luis XVI y de su esposa, la Reina María Antonieta.

Las movilizaciones de milagrería no solamente persiguen fines aviesos; también suele utilizarse el poder de la palabra para contener al pueblo, dándole algo en que creer y manteniéndolo así por mucho tiempo. En México, por ejemplo, las apariciones de la Virgen de Guadalupe, dieron base a una alianza sincrética entre los blancos dioses europeos (Guadalupe y la poderosa madre indígena Tonantzin) con los ídolos labrados en roca viva; por eso, en esta hermosa tierra, lo repito: “Hasta los ateos somos guadalupanos”.

De igual manera que la frase “el fin justifica los medios”, es para los demagogos, saltimbanquis y vividores de la palabra, se puede aplicar a quienes tenemos la oportunidad de aprovechar una tribuna y arengar a las multitudes a construir su propio futuro. No hay que olvidar que también se pueden formar mayorías silenciosas que se nutren de inconformidades y rencores. Con el tiempo, el silencio se convierte en ruido y la pasividad en agresión directa. Es la historia de todas las rebeliones, génesis de las revoluciones. Estos grandes movimientos sociales también tienen progenitores, aunque no se vean. Los libros hacen sentir su influencia, sin importar las distancias; las tribunas no están en la plaza pública, sino en los recintos de intelectuales, en la privacidad de las academias.

En nuestra patria chica estamos próximos a celebrar elecciones para gobernador. En el fragor de la contienda, hasta los candidatos serios suelen caer en la tentación de la demagogia; pueden convertirse en beneficiarios de la guerra sucia y buscar cadáveres en cada rincón de los clósets de sus adversarios. Para ello cuentan con ejércitos de voluntarios que, hasta por su cuenta, dan rienda suelta a su imaginación para destruir, dañar, atacar, calumniar, fabricar encuestas… para ello se valen de pseudo investigaciones, verdades, medias verdades, inventos, etcétera. 

Desde estas modestas letras, solo puedo recomendar a los candidatos ¡No sacrifiquen sus valores como personas! Como servidores públicos profesionales, no jueguen con las ganas de creer de la gente. Por otro lado, recuerden que: un político no puede tener la piel delgada. El que no sepa nadar, que no se meta en lo hondo. La contienda no debe ser personal.

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