Ningunos ojos tienen la obligación de ver sombras

Ningunos ojos tienen la obligación de ver sombras

LAGUNA DE VOCES

He visto que el tiempo corre con una prisa inusitada, tanto que angustia, a veces espanta, porque de pronto ni el rechinar de un columpio en el jardín donde ningún niño se mece, la lluvia que amenaza pero nunca cae con la fuerza que se anuncia entre tantos truenos, la esperanza que se aleja y se aleja a la misma velocidad que los meses; las noticias de amigas de la universidad que de repente enfermaron y solo por mensajes en el grupo de WhatsApp me entero que tuvieron una recaída en el cáncer, con muy pocas posibilidades de sobrevivencia.

Nada de lo mencionado puede explicar por qué a veces sentimos que la vida se extingue a pasos agigantados, capaces de no conservar la mirada que se anticipaba a las navidades como no sea por ser signo de que nos quedamos un año más aquí, en lo que llamamos la única realidad que conocemos, y por eso preocupa más, porque a lo mejor no hay otra.

Y luego entonces quedarnos dormidos, como cuando nos anestesian en una operación y no sabemos si abrimos los ojos en el mismo lugar y con la misma gente, o son personajes nuevamente creados, pero con la capacidad de recordar lo que nosotros no.

A todos, seguramente no me equivoco, nos lleva de frente a una profunda y poco optimista reflexión, contemplar que algo dejó de marchar bien con el tiempo. He consultado a quien se me cruza en el camino sobre ese asunto, y para sorpresa mía, coinciden con frecuencia en que no es el mismo de antes, al contrario, es más melindroso porque nada le gusta, más fúnebre porque no para de hablar sobre la muerte, carente de toda esperanza porque se cansó de transcurrir a un mismo ritmo, y de pronto corre, luego se detiene, luego se desaparece, pero regresa para apurar el rumbo quién sabe para dónde.

El problema lo padecen los de más edad, lo sufren como condenados, porque los escenarios por los que caminaban, de un día para otro ya no están. Es decir que, si somos suertudos, aunque la verdad al final resulta ser una maldición, seremos los que sobrevivan a todos y desde ese punto de vista, la verdad no vale la pena ser casi eternos, porque no hay nada interesante qué hacer.

A menudo le importa muy poco lo que pensemos, menos lo que opinemos a los que son jóvenes, llega el momento incluso en que los hartamos con nuestra música, las lecturas, la visión pesimista y preocupona de todo y nada.

Simplemente lo que nosotros vimos y hasta admiramos les tienen sin cuidado, igual que cuando papá, abuelo, evocaban emocionados lo que en su juventud les llenaba de gusto, de nostalgia, de esperanza. Es el tiempo, pero resulta que somos nosotros, y si uno no lo reconoce pues peor, el que se afecta, se lamenta, se entristece es el que lo vive, los demás no, un poco los hijos, quienes nos aman porque se saben parte absoluta de esa realidad.

Pero el hecho es que cuando abril ya se marcha, ya casi, de pronto vemos que llega mayo, luego junio y eso significa la mitad del 2022, que de nuevo nos agarra incapaces de completar uno solo de nuestros planes del año, uno solo de los sueños que, empezamos a creer, se irán con nosotros cuando nos toque tomar el último vagón del tren donde sin embargo hemos sido felices.

El problema es, insisto, en que cada vez conocemos a menos pasajeros, porque los hay que de pronto un día desaparecieron sin oportunidad por lo menos de decir adiós; otros se durmieron quietos, silenciosos; otros no tanto; pero el asunto central es ese, y sinceramente nos preocupa porque, aunque saludemos con amabilidad a las nuevas caras, nuevos rostros, siempre descubrimos que muy adentro se dicen: “¿y ése quién será, por qué sigue aquí?”.

Mucho me temo que cuando eso sucede, o una de dos: o ya nos morimos y sin sentirlo nos convertimos en fantasmas, o los ojos nuevos no logran ver la sombra de nadie.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

@JavierEPeralta

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