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UN INFIERNO BONITO

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EN EL PERSONAJE DEL BARRIO DE HOY:

“EL CABALLERO VERDE”

 

Corría el año de 1953, y en el barrio de La Palma los jóvenes, a pesar de ser mineros, eran muy peleoneros. Cada fin de semana se iban a dar en la madre con los de los barrios El Atorón y El Arbolito, o se dedicaban a chupar. 

A Roberto González, mejor conocido como “El Deribido”, se le ocurrió la idea de hacer una arena de lucha libre. Para ello buscó a dos personajes de aquel tiempo, luchadores de gran cartel, como Carlof  Lagarde, que era de Pachuca y luchaba en la Arena Coliseo de la ciudad de México. Se daba buenos agarrones con “El Santo, el enmascarado de Plata”.

En Pachuca hablaron  con un trabajador de la Hacienda  de Loreto, llamado dentro del deporte, Troglodita Flores, quien vivía en el barrio El Arbolito. Ellos quedaron de acuerdo en enseñarlos a luchar y dejaran las peleas callejeras.

Al pasar meses de entrenamiento, el sueño se hizo realidad. En el callejón de Manuel Doblado, que salía a la calle de Bravo, se construyó un ring con la ayuda de don Juan y el viejito Zorra, con gradas y sillas en un patio grande de una vecindad que tenía dos entradas, por la calle de Bravo y el callejón de Manuel Doblado.

Emocionados, los muchachos de aquel tiempo, cada quien se puso su nombre para luchar: “Gardenia Ángeles”, “Sandokan”, “Ídolo Negro”, “Albert Castillo”, “Beny López” y otros muchos. Pero también en el barrio El Atorón hicieron otra arena, llamada Libertad, y luego surgió una en Cubitos.

Cada domingo luchaban en diferentes partes. En aquella época estaba la fiebre de ser luchador. Unos luchaban enmascarados, por lo que no se sabía su identidad.

Un día llego un chaparrito con máscara verde, mallas, capa, zapatos, también tenía el rabo verde. Nadie sabía de dónde venía. Creían que era el hijo del Avispón Verde. Se presentó ante ellos, y le dieron la oportunidad de luchar. Y para luego es tarde.

Se metió a entrenar. Era muy ágil. Daba maromas como chango. Se subía a la tercera cuerda y sin miedo, se aventaba el tope. Su llave preferida era la rana. Los tiraba de espaldas, les levantaba las patas, doblándoselas, y el referee le contaba.

En ese mismo año, se inauguró la Arena Relámpago. Tenían aficionados del barrio. Cada domingo llenaban la arena. Entre los luchadores científicos estaban: “Albert Castillo”, “Gardenia Ángeles”, “The Blak Torres”, “Beny López”, “Sandokan”, “Ídolo Negro”,  y mucos otros.

La gente se fue encariñando con sus luchadores, y tenían sus preferidos. “El Caballero Verde” les había ganado a todos en sus luchas, dos al hilo. Sólo le faltaba un enmascarado, todo vestido de negro, hasta la piel era negra, que se llamaba el “Ídolo Negro”, y que, de un momento a otro, subió su fama. Esto de ninguna manera le gustó a “El Caballero Verde”. Quería quitarle lo sabroso, para ser el número uno.

Solicitó aventarse una lucha a calzón quitado con el Ídolo Negro. Le negaron su petición. Le dijeron que mejor fuera máscara contra máscara o jefa contra jefa. Aceptó, pero pidió la lucha en súper libre, sin referee, hasta morir.

Salieron los programas, y la gente se emociono, porque iba ser un agarrón de pelos: dos de los mejores luchadores, frente a frente. Llego el día, la hora, en que dos trogloditas se iban a enfrentar de poder a poder, a ver quién se moría primero.

Fue una gran entrada. En la Arena la gente estaba en las bardas y en la azotea. Nadie quería perderse esa lucha, porque los dos querían ganar. No cabía ni un alfiler. El público estaba dividido: la mitad le iba al “Caballero Verde” y la otra al “Ídolo Negro”.

Cuando subieron al ring, hubo aplausos, gritos, chiflidos con mentadas, y al tocar la campana, los dos enmascarados se trensaron como cangrejos. El “Caballero Verde” le puso un candado en la cabeza al “Ídolo Negro”, que hizo muchos intentos y lo logró safarse. Lo retacho en las cuerdas, lo tiro, lo volteó y le puso la tapatía.

“El Caballero” no se rendía. Estaba enojado porque al caer de cabeza, se hizo un chipote. Comenzaba a picarse. Corrió alrededor del ring para atarantar a su enemigo. Lo tomó del brazo, lo aventaba de una cuerda a otra, le dio un azotón. La gente gritaba de emoción. Era una lucha limpia, donde no entraban piquetes de ojos ni golpes de conejo.

“El Caballero” nuevamente le repitió la dosis. Le puso una zancadilla, lo tiró en el centro del ring, corrió y se subió a la tercera cuerda, y le aventó el tope. Sin dejarlo que se repusiera, le puso la rana. “El Ídolo Negro” meneaba las manos, rindiéndose, pues lo dobló completamente. El referee subió a contar las tres, por tener espaldas planas, y le levantó la mano como ganador de la primera caída.

Hubo un pequeño descanso. “El Ídolo Negro” estaba furioso. Por un descuido había perdido. Antes de que terminaran los minutos de descanso, corrió a la esquina del Caballero, lo agarró del pescuezo, lo azotó, y le dio una patada en una pierna.

El luchador enmascarado de verde, brincaba como chapulín. Nuevamente lo azotó. Le puso la quebradora, que sus huesos rechinaron. El cangrejo, el caballo; pero el Caballero no se rendía. Parece que estaba hecho de hule, pues rebotaba en la lona y lo doblaba como muñeco.

Sacando fuerzas, el Caballero se repuso. Lo aventó a las cuerdas. El Ídolo Negro se salió, cayendo al suelo de cemento. El Caballero se subió a la tercera cuerda y le aventó el tope. El Ídolo se hizo a un lado, y cayó de pura cabeza, que sonó a bote viejo.

Su máscara verde se había convertido en roja. Del madrazo que se dio, se descalabro. El Ídolo no lo dejó parar, y lo azotó en pleno piso. Ya no se pudo mover. El referee subió al ring a contar los 20 segundos del reglamento.

Quedó fuera, noqueado. Le hubiera contado mil y no se hubiera parado. Por varios minutos, la gente guardo silencio porque “El Caballero Verde” estaba tieso. Sólo le temblaba una pata. De momento se escuchó una voz que los hizo reaccionar: “Quítale la mascara, referee”. Y todos gritaron: “Que se la quite, que se la quite”.

Cargaron al “Caballero Verde” y lo echaron a medio ring. Se levantó repartiendo madrazos a los que lo agarraban. Al viejito zorra le tocó un campanazo, que por poco le arranca la cabeza. Estaba como loco. Nadie lo podía calmar. Del madrazo en la cholla, se le había brincado la canica. Subieron otros luchadores a someterlo, porque  no dejaba de aventar golpes y patadas, hasta que le hicieron manita de puerco y le quitaron la máscara. La gente lanzó un grito al conocer que era Santiago Castillo “El Chicho”, el hijo del charrito.

Había perdido, y se despidió como todo un gladiador. En los vestidores vieron que tenía una herida grande en la cabeza, y se la cerraron con vendoletes, antes de que se le salieran sus ideas. Le rasuraron alrededor, dejándole media cabeza pelona, que parecía fraile.

Lo mandaron al hospital, donde le cosieron el hoyo, y tardo varios días en reponerse. Esa derrota no se iba a quedar así. En sus entrenamientos le echaba ganas. Se dejó crecer las greñas y cambió de nombre, llamándose Ray Castillo: un luchador salvaje, despiadado, traidor, lleno de marrullerías. No respetaba a nadie. En la lucha les picaba los ojos, les jalaba de los pelos y les mordía un zapato.

Al pasar los meses, los luchadores se pusieron a chupar como recién nacidos, olvidándose que eran deportistas, y comenzaron a pelearse entre ellos, armando tremendos escándalos. La Arena Relámpago se cerró.

Santiago Castillo “El Chicho” se casó y tuvo cinco hijos, cuatro viejas y un niño. Su inquietud como deportista, no paró. Juntó a otro grupo y formaron un club de alpinistas. Para esto fue asesorado por el mejor alpinista que se tenía en Pachuca: Antonio Rodríguez, del club alpino Tigres de la Montaña. Comenzaron a escalar todas las rocas que tenemos en el camino a El Chico:  Las Ventanas, La Botella, El Fistol, El León Alado, La Colorada, Los Panales, La Blanca, El espejo, La Pezuña, Las Monjas, y otro recorrido por Los Ermitaños, El Dedo, Los Frailes, El Conejo, hasta que conquistó El Cristo, una piedra que sobrepasa los 80 metros, que se encuentra a la salida del pueblo de Cereso. El club que había formado, se llama “Comando Halcones”, que hasta la fecha sigue escalando y ha salido al extranjero.

Dejó el montañismo, y surgió una idea, entre él y su esposa, de meterse al Atletismo. Y así lo hizo. Corrió en las carreras de antorchas de los mineros, 5 kilómetros. Representó a Pachuca en los maratones, y los 10 kilómetros. Se salió de la mina de San Rafael y entró a quebradoras, en la Hacienda de Loreto. Corría los 100 metros planos, y luego, mejor corrió carrera de fondo. Compitió en los 5 y 10 kilómetros, el maratón de 20, y logró aguantarlos; aunque seguido tenía mala suerte: si no lo atropellaba un coche, se torcía una pata, o se perdía en las carreras saliéndose de la ruta, yéndose por otro lado.

Los jueces entregan los premios a los ganadores, levantaban las mesas, la gente se iba, y como a la media hora iba llegando. Le pusieron el “Corre Caminos”, y a la fecha ese apodo se le quedó. Los que lo conocemos, nos dimos cuenta que, de tanto correr, se le desgastaron las patas. Quedó más chaparrito. Le hicieron varios homenajes en Pachuca, a nivel estatal, con una competencia que se llamó Santiago Castillo. Estuvo como entrenador en una unidad deportiva.

A través de los años, le dio una enfermedad que lo dejó inactivo. Se le acalambraron las piernas, y caminaba paso a pasito. Pero no se rajó. Su última carrera se la aventó contra una tortuga, que le ganó sacándole 20 minutos. Y hace unos años, Santiago Castillo García dejó de existir. Pero su recuerdo lo tenemos, como impulsor del deporte. Descanse en paz.

gatoseco98@ yahoo.co.mx.