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De haters y ofendiditos

Siempre que la tecnología ha experimentado grandes avances, ha propiciado muchos cambios en nuestra vida diaria. Uno de los campos en los que se suele ver reflejado es en el idioma: surgen nuevas palabras y términos que incorporamos de forma cada vez más rápida en nuestro léxico. Así, utilizamos wifi, redes sociales, interactuar, likes, influencer y muchas otras palabras de una forma natural, aunque las hemos comenzado a utilizar hace muy poco tiempo.

Dentro de esta nueva terminología, existen algunas que describen ciertos comportamientos surgidos en el mundo digital, y que tal vez deberíamos reflexionar un poco sobre lo que hay detrás.

El primero que quiero comentar es el de los haters: aunque existe una palabra en español para definirlos: «odiadores». Como su nombre indica, se dedican a criticar y verter comentarios negativos en las redes sociales. Pueden llegar a ser bastante crueles y a criticar cualquier acontecimiento, sin importar el contexto, las circunstancias ni mucho menos el pensar cómo podría llegar a sentirse la persona que está recibiendo todo su odio.

Curiosamente, la gran mayoría de haters no se comportan de la misma manera en la vida real. Aprovechan el anonimato de Internet para dar rienda suelta a su odio, sin ningún tipo de límites ni remordimientos. Por si fuera poco, suelen actuar en grupo, de forma que una conversación normal puede convertirse en toda una colección de insultos y faltas de respeto de un momento a otro.

El otro grupo de personas que han comenzado a tener relevancia en el mundo digital es el de los «ofendiditos»: también llamados la «generación mazapán», como su nombre indica, cualquier comentario es susceptible de ofenderlos o hacerlos sentir mal. Sobre esto se han generado muchos «memes» al respecto, llevando al extremo esta sensibilidad.

Pero, ¿estos comportamientos surgieron a raíz de las redes sociales? ¿o, por el contrario, siempre han existido, pero ahora tienen más visibilidad? Desde mi particular punto de vista, ambos fenómenos han estado siempre presentes en nuestra vida, pero el hecho de desarrollarse en un contexto anónimo ha hecho que se tenga una cierta seguridad, tanto para una cosa como para la otra.

No es que la gente se sienta ofendida ahora por cosas que antes no les afectaban, es que ahora pueden escribirlo y argumentarlo sin tener represalias inmediatas y violentas. No es que la gente, de repente, tenga mucho más odio contenido que antes, es que, si decían en voz alta ciertas opiniones o palabras, corrían el riesgo de, al igual que en el primer caso, terminar su interacción social de forma violenta.

Estos fenómenos, en el fondo, nos enseñan una carencia mucho mayor en la sociedad en general: no sabemos cómo comportarnos en la vida digital. Tenemos muy claros los códigos que tenemos que seguir en la vida real, qué se puede y qué no se puede hacer en determinadas situaciones, contextos y/o delante de ciertas personas. Y también sabemos las consecuencias que tiene no ceñirse a estas pautas. Sin embargo, en la vida digital pensamos que «todo vale», que no hay consecuencias, que tenemos derecho a cruzar ciertas líneas de comportamiento indeseable. Pero en el fondo, la esencia tanto de la vida real como de la digital es la misma: la empatía hacia los demás, la tolerancia y el respeto. Cruzar estas líneas rojas de comportamiento también tienen consecuencias, aunque no sean visibles a corto plazo.