El régimen de partido hegemónico, a despecho de muchos de sus críticos, no fue nunca uno de partido único (por definición). Aunque ambos regímenes implicaban la existencia de un partido de Estado y poca o nula competitividad electoral, la dinámica en el partido hegemónico era distinta; una política autoritaria pero más flexible e incluyente.
Por eso el PRI logró sobrevivir tras su salida de Los Pinos y retornar al poder (aunque en ello tuvo mucho que ver la abdicación de los antiguos partidos opositores de su compromiso democrático, una vez en el poder). Parte de ese esquema consistía en permitir la existencia de algunos partidos auténticamente comprometidos con su ideario (como lo fue el Partido Comunista Mexicano y Acción Nacional) para dar credibilidad al régimen, pero al mismo tiempo el PRI echaba mano de los llamados partidos satélites o paraestatales, que fungían como cuña para no permitir el monopolio de la oposición en los partidos creíbles. Entonces surgieron como los típicos satélites el Partido Popular Socialista y el Auténtico de la Revolución Mexicana, y con el tiempo otros más, como lo fue el Partido Socialista del Trabajo (o del Frente Cardenista, según modificó su nombre cuando así le convino).
La ruptura interna del PRI en 1987, y la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, dio a esos partidos la oportunidad de capitalizar su formal oposición para después de la elección, ya con un enorme botín de por medio, regresar al redil priísta. La mayoría de ellos terminó por desaparecer al poco tiempo. Pero otros partidos con ese corte han surgido, oscilando igualmente entre una aparente o real oposición de origen, y su alianza para fortalecer al PRI. Está desde luego el Partido Verde, que si bien jugó un papel opositor importante en 1997 y 2000, pronto vio la conveniencia de convertirse en “paraestatal” del PRI a cambio de jugosas prerrogativas. También surgió el Partido del Trabajo, con tinte de izquierda, que vio buenas oportunidades aliándose con el PRD (y en particular con quien le podía dar votos, AMLO). Recordemos cómo AMLO logro chantajear al PRD y obligarlo a entregarle la candidatura en 2012, cuando el PT dijo que, con PRD o sin él, su candidato sería López Obrador. Pero ahora que el PT perdió su registro, y lo recuperó gracias al TEPJF (y maniobras del propio PRI), parece ya alineado como nuevo paraestatal del PRI. Eso parece más redituable que aliarse con Morena (que ya lo había descalificado como traidor y cómplice de la mafia, al igual que a Movimiento Ciudadano, que al menos aún mantiene su autonomía respecto del PRI).
Viene después el PANAL, el partido de Elba Esther Gordillo durante su ruptura con el PRI, y que fue factor importante del dudoso triunfo de Felipe Calderón en 2006. Tras la prisión de la maestra, muchos pensaron que el PANAL se vendría abajo; pero prefirió convertirse en otro paraestatal del PRI (lo que implicó el distanciamiento de su presidente, Luis Castro, con la maestra Gordillo). Finalmente, un nuevo partido de corte evangelista, Encuentro Social, que se presentó como autónomo y ciudadano (“Por fin un partido de ciudadanos”, decían sus spots), empieza a orbitar ya en torno al PRI, generando en quienes de buena fe votaron por él (con ayuda del comediante Héctor Suárez), un nuevo pero ya habitual desencanto con los partidos. No que todo esto haya recompuesto al régimen de partido hegemónico, como algunos aseguraban en 2012, pero sí que le ha dado el PRI nueva fuerza para adaptarse a la pluralidad existente.
Lo malo es que los partidos que han sido auténticos opositores no han hecho la diferencia en su desempeño respecto del PRI. De ahí la profunda decepción hacia la partidocracia vigente, pese a su pluralidad. Y por otro lado, la izquierda creíble (más o menos) se mantenga fragmentada, y el PAN aislado (pese a sus huecas y pragmáticas coaliciones con el PRD), y los independientes que también van por su lado. Mientras tanto el PRI va fortaleciendo una sólida y permanente coalición con un número creciente de partidos paraestatales, que cobran mucho y no sirven más que al propio PRI.
FB: José Antonio Crespo Mendoza