
Miedos contemporáneos
Buuuu, buuuu, buuuu ¡Ahí viene el fantasma! ¡Ay nanita! ¡Te va llevar el Coco! Así eran aquellos tiempos en los que hasta el sonido del viento provocaba el miedo y el sentir que ya estaban cerca “los espantos”. Hoy las escuchamos y decimos: ¡Qué cosas tan pendejas!…
No señor, hace tiempo que aquí el único espanto lo provoca el tronido de la bala y el olor a pólvora en las calles, hace años que los niños dejaron de salir a pedir su calavera; el jalogüin, ese que le dicen, ya no alcanzó a llegar, lo masacraron junto a don Epigmenio, quien apenas pensaba en vender las calabazas de plástico y los disfraces, cuando unos fulanos entraron a su tienda y le metieron dos balazos.
Antes bastaba una bala o dos, ahora no se miden. A este pueblo que nunca será ciudad, le cayó una maldición, le sucedió la peor de las tragedias. A este pueblo se lo cargó la chingada con el paso del río de muerte que se lo comenzó a llevar lentamente en cada tubo perforado y con cada hombre que se metió en el negocio. Aquí el miedo no es a los muertos sino a los vivos y a las cuentas que los ya difuntos no pudieron pagar ni siquiera con su cuerpo lleno de balas.
Sí hay celebración a los muertos, se les ponen las ofrendas, pero en cada casa con la ofrenda también surge el odio hacia los asesinos, el rencor que familias completas se tienen, y siempre está la pregunta que todos nos hacemos: ¿Será que el próximo año, la veladora con mi nombre va estar en la mesa? Así es aquí y así seguirá siendo porque cuando creemos que nos salvamos de unos llegan otros a reclamar la plaza, a jalar nuevos chamacos y a provocar las lágrimas que jamás se secan.
Hace un año, la tumba de doña Joba quedó bañada en sangre, toda la familia que fue a dejarle flores al panteón, quedó tirada sobre su tumba y en los alrededores; no supieron ni de dónde les llegaron las balas, y lo peor de todo es que ni a los niños respetaron, ahí quedaron sus cuerpecitos con la vida arrancada por la bala y por la muina de la familia que todos sabemos.
No señor, aquí no hay miedo a los difuntos, aquí se le tiene miedo a los vivos, a los que se sienten dueños del piso en el que seguramente también quedarán enterrados, aquí Dios nos dejó a la suerte y el único consuelo que tenemos es que todos, parejitos, sin que haya distinción, nos vamos a morir. El miedo es a que no sea pronto y que no sea por un arma, a veces lo único que se quiere en este pueblo es una muerte natural, Hasta morirse de hambre tenía más mérito que dejar escapar el alma por los huecos donde entraron las balas…