
Tiempo de baches
Todos los años, entre junio y octubre más o menos, llega a México la temporada de lluvias. Por los dos océanos que bañan las costas mexicanas soplan huracanes, tormentas tropicales, bajas presiones, frentes fríos… El resultado es que los ríos renacen, las presas se llenan y la tierra se recupera de la sequía originada por el calor primaveral.
Con el agua, de manera mucho menos romántica y vital, llegan a todos las calles de todas las ciudades los baches que se esconden profundos bajo el color marrón del barro que los llena. Son seguros, inevitables, permanentes y, en no pocos casos, amenazadores.
Como ejercicio imprescindible de sobrevivencia automovilística es necesario acogerse a un esfuerzo atento de memoria histórica, en otro sentido del que estamos celebrando en este año de tantos aniversarios. Los baches salen en el mismo lugar todos los años. Si no lo recuerdas corres el peligro de perder una llanta, el ring, la flecha o alguna otra parte del coche.
Y como con el tiempo hay cosas que tienden a mejorar, a hacerse más profundas, los baches de manera impertinentemente constante tienden a crecer y convertirse, cuando llegan a la mayoría de edad, en auténticos socavones que ríen calladamente cuando ven acercarse un coche desprevenido. Algunos llegan a una vida tan longeva que, en algunos lugares de la Ciudad de México, los celebran con su pastel de cumpleaños. Terminan siendo como de la familia y su actitud es tan abierta y generosa que con orgullo exponen la carpeta asfáltica que los compone.
Más allá de la admiración por verlos cada año, surge la profunda pregunta filosófica por su origen. ¿De dónde vienen?, ¿a dónde van cuando no se les ve?, ¿habrá vida más allá de su presencia? La profundidad de estas preguntas sólo puede compararse con la de la cavidad que conforma la esencia de los propios baches.
Y es que resulta que la respuesta, nunca suficientemente satisfactoria, es que las calles tienen que hacerse no muy bien para permitir que salgan los baches. Renaciendo ellos cada año una tropa de empleados públicos pueden recorrer las avenidas de todo México parchando los rotos. Pero tampoco se les pueden arreglar demasiado bien porque entonces los trabajadores se quedarían sin ocupación y perderían su trabajo. Por lo tanto, ni las calles, ni el reparchado alcanzan la perfección para consentir la sobrevivencia de los baches y socavones. Y es que, nuevamente, ya son como de la familia.
Celebremos este modélico ejemplo de conservación y promoción natural del nacimiento y crecimiento del bache. Sin él no seríamos lo mismo. Probablemente no tendríamos temas de los que hablar durante todos los meses mencionados más arriba. Sin él no tendríamos el cuidado que mostramos al circular sobre ellos o dentro de ellos. Sin su silenciosa presencia conducir sería tedioso, aburrido y, por tanto, peligroso. Larga vida al bache.