Aliados y adversarios, admiradores y opositores, se preguntaban desde hace meses si el día realmente llegaría. Si la Policía Federal se atrevería a cazar al primer presidente obrero de Brasil, el mismo que abandonó el Palacio de Planalto con una aprobación récord del 83% y que sueña con presentarse a las próximas elecciones para regresar al poder y reivindicar su legado.

El día llegó. Y las imágenes de los agentes entrando en la casa de Lula da Silva y llevándolo a prestar declaración se convirtieron en el símbolo de la caída de un mito. De un líder que parecía intocable y que, si no fuera porque la legislación brasileña impide más de dos mandatos consecutivos, probablemente hoy llevaría 13 años gobernando. Precisamente 13 es el número que identifica en las urnas electrónicas a su partido, el PT, y también otro 13, el domingo de la próxima semana, se esperan masivas manifestaciones contra él y su sucesora, Dilma Rousseff.

Curtido en mil batallas sindicales, políticas y ahora judiciales, Lula aún puede defenderse e intentar convencer a los investigadores anticorrupción de que, como se ha cansado de repetir ante los suyos a lo largo de las últimas semanas, “no hay nadie más honesto” que él. Pero el daño ya está hecho.