
De pasos y esperas
En muchos palacios, e incluso en algunas casonas y edificios de Latinoamérica, existe el llamado «salón de los pasos perdidos». Esta denominación se refiere a un vestíbulo, o en algunos casos un pasillo, que se ubica en una zona de paso de una sala a otra. Por lo general, se solía utilizar para que las visitas esperaran a que su anfitrión las recibiera. Como muchos de los visitantes no acudían precisamente con motivos cordiales, mucho menos en los palacios donde los reyes o los señores feudales daban audiencia a sus vasallos, estos salones solían estar muy concurridos, además de que la gente pasaba mucho tiempo en ellos. Como en esa época no había teléfonos celulares o libros para hacer más amena la espera, lo único que se podía hacer para matar el tiempo era caminar; de ahí el nombre: los pasos que se daban en esa habitación no conducían a ningún lado.
Sin embargo, para el anfitrión era muy útil: después de unas horas caminando, cualquier queja que le trasladara su interlocutor estaría carente de la fuerza inicial con la que el visitante había llegado. Sí, la espera podría haberlo hecho enfadar más, pero físicamente estaba cansado y lo que buscaría sería terminar lo más pronto posible la recepción. Incluso existía la posibilidad de que, después de un par de horas, desistiera de su queja y se marchara.
En la actualidad, muchas empresas utilizan esta misma táctica en las relaciones con sus clientes. Voy a contar una experiencia cercana, sin decir el nombre de la compañía: de pronto, comenzaron a cobrarnos un poco más por el servicio que teníamos contratado. No era demasiado, de hecho, durante un par de meses nos pasó desapercibido el aumento, hasta que un buen día lo analizamos y nos dimos cuenta de que nos estaban cobrando de más. Llamé para aclarar el problema. Después de hablar con un par de grabaciones y esperar un buen rato, con música para amenizar la espera, me dijeron que tenía que llamar a otro número. Y así por dos ocasiones más. Después de invertir varias horas, por fin alguien decidió darme la razón y bonificarme esa pequeña cantidad que me habían cobrado de más.
Estoy seguro de que no fui el único cliente al que le sucedió lo mismo durante esos meses. De lo que no estoy seguro es si todos los clientes se habrán dado cuenta del incremento, y si los que lo notaron tuvieron la paciencia para hacer todo el proceso requerido para que les devolvieran su dinero. Con unos cuantos que no lo hubieran hecho era suficiente para que la compañía tuviera un beneficio extra.
Desafortunadamente estas prácticas son bastante frecuentes. A pesar de existir toda una serie de mecanismos para proteger los derechos de los consumidores, la burocracia, la desidia y los «salones virtuales de los pasos perdidos» hacen muy difícil que la gente pueda hacer valer sus derechos antes empresas con ganancias millonarias. ¿Vale la pena invertir el tiempo que sea necesario ante una injusticia? Sí, siempre que sea posible. Evidentemente, realizar estas reclamaciones implica tiempo, justamente uno de los bienes más escasos en nuestras agitadas vidas modernas. Y en muchas ocasiones, nos sentimos como Don Quijote, peleando contra molinos de viento, perdiendo el sentido de nuestra lucha.
Sin embargo, a la larga, todo ese tiempo invertido tendrá su recompensa. Incluso cuando no recibimos una compensación directa. Todo esfuerzo realizado por una causa justa, aunque sea un cobro excesivo, una deficiencia en un servicio o mil situaciones más que pueden darse en las relaciones comerciales, estará bien invertido.
Al final, no olvidemos que dichas relaciones no son más que intercambios: damos una cantidad económica por recibir un producto o porque se realice un servicio determinado. Si no estamos satisfechos con esta relación, habrá que buscar una solución. Porque calladitos no nos vemos más bonitos.