
Sin regreso
Afuera llueve. El agua salpica la banqueta como si quisiera fracturarla, y él desde la ventana mira como la ciudad se ha comido a la comunidad donde vivía hace algunos años; el agua corre como río frente a su casa pero ya no huele a tierra, ya no está el aroma a lodo que despertaba el apetito en las tardes de lluvia ni las enormes milpas que crecían en lo que era una parcela.
El viento dirige las gotas hacia el vidrio como buscando justicia golpeando el cristal, así como ese soplido se ven los pensamientos de aquél muchacho que cuando niño corría entre la lluvia y se sentía acariciado por el agua. Hoy su sentir es otro, ahora los niños no juegan en casas hechas de jarillas, no hay paredes de piedras y ramas campiranas, las luciérnagas dejaron de brillar y hasta el mismo diablo que la abuela le había dicho que se escondía entre las magueyeras, se había ido con los últimos magueyes, retorciendo sus cuernos por la muina.
Mientras el cielo se desploma, los ríos de nostalgia corren, corren sin parar, hasta que las nubes se difuminan en un cielo que pronto será azul, él levanta la cara como queriendo ver el arcoiris, como esperando que de un momento a otro el cielo le otorgue el color de los recuerdos que se han vuelto grises en su memoria.
Pero no hay arcoiris en la ciudad, hace tanto que el pueblo quedó atrás y no hay forma de regresar, allá las parcelas se convirtieron en casas y acá en la ciudad apenas hay forma de sembrar una milpa en una llanta convertida en maceta, de las elotizas de agosto, hoy a penas se tienen algunos elotes para no olvidar que una vez se tuvo una parcela y se renunció a ella para vivir en la gran ciudad.