Terlenka
Haciendo alusión a la clase de hombre que encarnaba el poeta italiano, Giacomo Leopardi, Rafael Argullol —en su libro “El héroe y el único”—, arriesgó una definición: “Los héroes románticos son seres solitarios, asociales. Incluso cuando participan en acciones sociales, la colectividad es un mero escenario en el que deambulan sin ninguna esperanza de objetivo compartido”.
Leopardi describe a su época —principios del siglo XIX— como “vil época”, “cobarde edad”, “siglo muerto”; y si hubiera vivido en la nuestra se habría quedado mudo y sin ningún deseo de participar en acciones sociales aun siendo él asocial y haber sido acosado en su sangre por el látigo de un temperamento trágico. A lo que voy: el ser asocial, el misántropo de cepa, es capaz de participar en acciones sociales, aunque deteste a sus contemporáneos. Incluso a causa de su desprecio es que su participación llega a ser valiosa y necesaria. ¿Qué mejor estímulo para poner ladrillos en una casa que saber que ésta se vendrá abajo de todas maneras? La distancia que se impone con respecto al resto de la gente torna su acción benefactora y razonada. Tengo noticias de esta clase de sentimiento y alguna vez renuncié a llamar al resto de las personas “mis semejantes”, ¿cómo podrían serlo? Mi enfermedad romántica me llevaba a considerarlos bultos parlantes, masoquistas incapaces de quitarse el yugo de encima, de pensar por sí mismos y de apreciar los efectos más extraordinarios de estar vivos. Ahora bien, nunca puse en duda que estos bultos sentimentales y carentes de dignidad y respeto hacia sí mismos fueran iguales ante las leyes, ni que sus derechos humanos tendrían que ser defendidos a toda costa. ¿Pero cómo podría defender a Rousseau un abúlico y un fatalista como yo en aquel entonces no bendecido todavía por los códigos de la indiferencia o de la resignación? O a través de la acción disruptiva, el insulto y la llamada a la guerra; o comportándome correctamente y poniendo mi escaso saber a favor del bien común. ¡Cuánta falacia habitaba en mí! Y lo sigue haciendo. ¿Cómo quitarle el poder a los más ricos y a los criminales? Considero que ser obscenamente rico en mi país —país nuestro: amalgama de territorios, regiones y maldades mal ensartadas—, es una majadería, una leperada mayúscula, es posible que ser rico en cualquier país pobre sea una de las formas más viles en las que puede encarnar un ser humano. Yo creo que sí; al menos es una falta de cortesía y una apuesta para la desgracia. Tal clase de adicción sí que es perturbadora y perniciosa, como el hecho de haber inyectado en millones de niños edulcorantes en sus venas para mantenerlos obesos y enganchados. Mi exageración es una minuta. Y mis opiniones no me hacen socialista, pero sí prudente.
Hace muchos años, 27, fundé con algunos amigos una revista cuya obvia tentación era, como la denominaba François Lyotard, “declararle la guerra al todo.” No lo hicimos mal. Recuerdo que una tarde Roberto Moreno de los Arcos, el historiador y erudito mexicano me dijo: “Guillermo, tengo una preocupación muy seria y me siento desolado, mis hijos están leyendo tu revista y parece que la aprecian mucho.” Me reí, y alcancé a decir, apenas: “Bueno, don Roberto, yo estoy leyendo sus ensayos de bibliografía mexicana y también los aprecio mucho, estamos a mano.” Qué buen humor tenía ese hombre, y además me impresionó el hecho de que estuviera tan dispuesto a charlar conmigo, un joven que no pintaba en el mundo de la academia y la ciencia verdadera —y aún no sigo pintando: soy un cuadro negro sobre negro, un Malevitch sin lienzo, y jamás sería llamado, por ejemplo, a ninguna academia mexicana de las eminencias comunes—. Aquella breve charla sucedió en la oficina de Huberto Batis, cuando él dirigía el suplemento Sábado. ¿A dónde voy? A que el afán juvenil de declararle la guerra al todo es una de las formas en que el hombre asocial se vuelve social y actúa correctamente de acuerdo con Rousseau y con Kant (esta mezcla de pensamientos en la mente de un hombre humilde supera la peor pesadilla imaginada; pero se sale de ella robustecido, aunque después se caiga en el nihilismo que no es precisamente un hoyo). En México, de manera simbólica, los godos han ganado la batalla, es decir los altaneros, los mamones, “los que se creen la gran cosa”. Las tribus germánicas y el vocabulario que aquellas tribus germánicas dejaron a los romanos y por lo tanto a nosotros, mexicanos, se usa en nuestra comunidad con gran enjundia: robar, bandido, escarnir (escarnecer), talar, triscar (pisotear), guadaña y muchas más (como las puso en la mesa, para que yo las tomara, Antonio Alatorre en su libro Los 1001 años de la lengua española). A mí, como escritor que soy, me dan placer las palabras, pero cuando escucho que alguien lleva una escolta o lo sigue un carro repleto, hinchado de guaruras —seres abominables, trajes negros y mirada de tlacuache que protegen y a veces roban o secuestran a las personas que deben cuidar— me siento desolado. ¿Qué tanto mal le ha hecho una persona a los demás que debe andar blindado en las calles de su propia ciudad? Estos seres enguarurados que incluso llegan a ser causa de admiración aparecen en revistas de sociales tituladas Genes, Caireles, Chochos, o cosas así; ¿publicaciones de esta naturaleza en una comunidad desgraciada? Definitivamente el abúlico tiene razón, aunque propicie y practique la acción social.