
Había una vez…
El pueblo y su santificación, destaca el poeta Javier Sicilia, es base fundamental de los despotismos. Como “anillo al dedo”, imponer la idea de que es el único que puede legitimar todo lo que se ponga en sus manos, ha permitido en estos tiempos aciagos que vive el país, estructurar como verdad absoluta la sentencia de que si el pueblo lo avala, luego entonces es justo sin importar su legalidad.
Los gobernantes emanados del mandato popular, y que machaconamente aseguran que han dejado de ser ellos, que ya no se pertenecen porque pertenecen al pueblo, saben de antemano que la nueva teocracia (“gobierno de por Dios”) simplemente transforma a un ente divino a otro que son todos y nadie, que utilizan para sus no tan divinos objetivos.
De cara a los comicios del 6 de junio, y ante la posibilidad de que el voto de ese pueblo bueno y generoso no alcance para mantener mayoría en el Congreso federal, y de paso perder varias gubernaturas, el Presidente de la República, sacerdote supremo de la nueva teocracia que gobierna al país, y en la que Dios se expresa a través del voto mayoritaria no dudará en explorar todos los escenarios para hacer valer la voluntad divina de la que él, y sólo él, es conducto, medio, en caso de que ese voto mayoritario sea secuestrado por fuerzas demoníacas.
Algo grave puede suceder cuando se ha intentado divinizar el poder político, con toda seguridad la expresión más terrenal de todas las que conocemos, porque nunca se cansará de otorgar cualidades que por origen no tiene un ente sin rostro, siempre posible de ser transformado de acuerdo a la conveniencia del que la usa.
El pueblo igual que la patria, lo señalaba ya otro poeta, José Emilio Pacheco, son un fulgor abstracto e inasible, y por ello imposible de amar porque simplemente no existen en términos concretos. A cambio, de nuevo citamos, sin duda es posible y necesario ese amor justo y necesario al grado de dar la vida por ellos: “diez lugares suyos, cierta gente, puertos, bosques de pinos, fortalezas, una ciudad deshecha, gris monstruosa, varias figuras de su historia, montañas, y tres o cuatro ríos”.
Sin embargo y en nombre de ese algo abstracto e inasible, los hombres de poder afirman actuar por voluntad del pueblo santificado, justiciero que estará siempre encima de lo legal, porque la legalidad se inventó, dicen, para ser obstáculo de la justicia.
Algo grave puede suceder si en ese afán de glorificar la voluntad del Golem, invento de todos los tiempos para dar razón de ser a los adoradores del poder absoluto, y en un acto de comunicación casi mística, el hoy sacerdote que habla con los dioses, o con el pueblo que es lo mismo, sentencia que ante una eventual derrota es posible desconocer cualquier resultado que atente contra la voluntad divina que él encarna y conduce.
Algo grave puede suceder si en uno de tantos arrebatos espirituales, recibimos en los próximos días el comunicado que da testimonio del diálogo establecido entre el hombre del poder y el pueblo, ya no algo sin rostro, sino de plano encarnado en un ser alado y resplandeciente de estrellas, en que nos diga que es deseo de esa figura abstracta e inasible, que le sea otorgado hasta la eternidad todo, absolutamente todo el poder.
Algo grave puede suceder si regresamos a los tiempos en que toda historia comenzaba con el, “había una vez…”.
Mil gracias, hasta mañana.
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@JavierEPeralta