Terlenka
Más que calcular bosquejaba durante el comienzo de año una cifra imposible de definir. Si tuvieran las posibilidades de viajar y marcharse, ¿Cuántos habitantes de México emigrarían de su país hacia otros lares o regiones del mundo? Y de todos aquellos que desean marcharse y se ven impedidos de hacerlo a causa de las más diversas razones, ¿se consideran desafortunados y, por lo tanto, viven a disgusto y en malestar constante? O quizás sencillamente se olvidan de que existen “otros lugares” y se conforman y hacen propia y a su medida la frase de Leibniz, popularizada por Voltaire, de que a fin de cuentas “Vivimos en el mejor de los mundos posibles.” Sé que la sentencia de Leibniz lleva en sí un significado más complejo el cual no es precisamente conformista, pero ahora prefiero darle el sentido general del conformarse y pensar que “lo que tengo es lo mejor que podría haber tenido, así que me conformo e intento ser feliz.”.
La anterior duda me surgió cuando descubrí en la portada de un periódico deportivo el rostro de un jugador de futbol estampado por un titular que rezaba: “Voy a triunfar en Europa.” Era tal la sonrisa y expresión de júbilo de este sujeto que no pude evitar deprimirme. Entonces me pregunté ¿Y por qué no permanece aquí? Y “triunfa” aquí —lo que se entienda por “triunfar”—, y extiende su fortuna, su progreso y su talento en los alrededores suyos del cual él es también un poco responsable. No es novedoso el hecho de que cualquier futbolista prefiera jugar en una ínfima división de cualquier equipo extranjero que permanecer en México donde, además de hacerse millonario, un tumulto de seres “no triunfadores” lo veneran como a un dios. ¿Qué sucede? Veo allí un impulso incontrolable que no se pone en duda. El que se aleja de la letrina después de utilizarla, el que corre lejos del cadáver plagado de moscas pululantes, el ciego seducido por el aroma que proviene del horizonte; pero también el cinismo de quien sólo piensa en sí mismo y considera que el sólo hecho de marcharse del país es señal de progreso. No voy averiguar de dónde proviene esta cada vez más evidente inclinación al desarraigo y a la huida desesperada. No sé si provendrá de una geografía sicológica común, o de una conciencia de la injusticia y la desgracia que se vive en casa, o del puro alarde viajero o anhelo conquistador. Mas el sólo saber que casi el cien por ciento de los futbolistas extirpan de su empresa, el futbol asociado, millones de pesos, viven como seres excepcionales —lo son en esta época de pasiones idiotas—, tienen a sus pies a los medios de comunicación, y además anhelan alejarse de su país, según ellos a “triunfar”, no deja de ser algo repelente y desconsolador.
En la crónica histórica, más bien novela, Infortunios de Alonso Ramírez, escrita a fines del siglo XVII por Carlos de Sigüenza y Góngora, y que trata de los andares de un viajero puertorriqueño quien da la vuelta al mundo, podemos leer lo que éste opina acerca de la ciudad de México: “Lástima es grande el que no corran por el mundo, grabadas a punta de diamante en láminas de oro, las grandezas magníficas de tan soberbia ciudad.” Más de tres siglos después los futbolistas, y otros migrantes mucho menos afortunados que ellos, se alejan del país; unos lo hacen para sobrevivir y mejorar sus vidas: otros para “triunfar.” Un sentimiento de amargura, frustración y destino malhadado me acompaña cada vez que constato la alegría que embarga a tantos mexicanos a la hora de partir.
En este comienzo de año he recibido misivas electrónicas —qué híbrido— por parte de varios amigos extranjeros. Y bueno, el ser humano, como lo afirma bien Rafael Argullol, no es un animal racional, sino un animal nostálgico y a cierta edad, como la mía, uno sabe que a muchos de ellos no los volverá a ver jamás. Pasa el tiempo y te preguntas si en verdad existieron. Deseas conversar con ellos, tocarlos, abrazarlos, saber que clase de pacto hicieron con el tiempo, pero no, son entelequias que no podrán alcanzar ya alguna clase de efímera realidad. Yo realicé muchos viajes en el pasado (“muchos”, si pensamos en mi infeliz economía). No lo hice para “triunfar”, sino para andar y conocer, aun a expensas de la limosna y el malpaso. Ahora me cansa el sólo hecho de pensar atravesar un océano dentro de un supositorio con alas, a la espera de ser revisado por aduaneros iletrados y mezquinos que piensan que uno va a su país a “triunfar.” Porque si no se es futbolista o famoso, entonces se es sospechoso de mala raíz. Si Federico de Waldeck, Gemelli Carreri o Alejandro de Humboldt resucitaran y volvieran a México no dirían “venimos aquí a triunfar”, eso seguro. ¿Cuántos chícharos caben en la mano de un Humboldt? Todos.