DE CUERPO ENTERO

La historia de Nicolás (Una historia real)

A sus escasos 23 años, Nicolás estrenaba con emoción difícilmente contenida el inicio de su año de internado de pregrado; aún no era médico titulado, le faltaba este año maravilloso de vida hospitalaria y después el de servicio social.

Fue asignado al Hospital General que ya desde hace diez meses está destinado a la atención de pacientes enfermos por ese maldito virus del Covid-19, y así, sin explicaciones certeras, le dijeron que estaría al mando del médico encargado de la terapia intensiva. De pronto se sintió muy importante (estaría salvando vidas), pero descubrió que sería otra su misión.

La médico internista encargada de la terapia intensiva como quien instruye a un aspirante a chef, le fue indicando a Nicolás los pasos básicos de atención de los enfermos; no hubo explicaciones de la fisiopatología de la enfermedad y claro, se dio cuenta de que lo que evitaba a toda costa era estar en contacto con los pacientes. Nicolás siempre soñó con atender a las personas que sufrían, y por qué no, hacer diagnósticos grandiosos, y curar a mucha gente.

En dos semanas ya sabía los pasos que tenía que hacer día a día, y de la indumentaria que tenía que usar, y que en sus adentros se sentía como un astronauta.

Hace dos días fue internado un hombre de 70 años con mirada dulce y con mucha dificultad para respirar, solo repetía con insistencia: “quiero ver a Lucila”. Horas después fue conectado a un tubo y a una máquina para poder respirar. Para Nicolás cada paciente era una historia nueva que se centraba en su corazón, y que, aunque ya una enfermera le había dicho que no se encariñara con los enfermos porque le haría daño, no podía dejar de hacerlo.

Después de unos días se dio cuenta de que solo él entraba a la sala de terapia, el médico titular daba indicaciones desde lejos, y descubrió que al tocarlos aún estando sedados, le respondían con leves movimientos. Sufría mucho cuando al regresar por la mañana se enteraba de la partida de muchos enfermos. ¡Yo quiero salvar vidas, no que se mueran!

Por la mañana decidió buscar a Lucila, sabía que tenía que estar en la reja del hospital, bastaba ver el rostro de las personas para saber de su sufrimiento.

La encontró. No podía ser otra: delgada, con la mirada triste y con los puños cerrados:

  • ¿Es usted Lucila?
  • Sí, doctorcito, yo soy. ¿Ya está bien mi Juan?
  • Don Juan preguntó por usted, y quiero ayudarla. 

Nicolás sabía que las horas de Juan estaban contadas, y había decidido junto con Amapola –la enfermera que le recomendó no encariñarse con los pacientes- meterla a la misma terapia intensiva.

La llevó a urgencias, y en el baño de los pacientes la enfermera de ojos verdes y con rostro bonito la vistió con toda la protección necesaria. La guió hasta el elevador, y cuando el vigilante le preguntó de quién se trataba, le respondió con categoría y soltura: “es una supervisora que viene de la oficina central, a fuerza quiere entrar”.

Nicolás la esperaba en la puerta de terapia intensiva. Ya siendo casi el jefe la acompañó hasta la cama de Juan, donde finalmente abrió su puño cerrado y le colocó en su mano una conchita de mar.

Lucila se despidió de su esposo porque sabía que iba a morir.

Nicolás y Amapola la acompañaron hasta la calle y con lágrimas en los ojos escucharon a Lucila: “gracias mis niños, son como ángeles y si ustedes me permiten quisiera verlos como mis nietos; estoy tranquila porque la concha de mar que le di, me servirá para encontrarlo cuando lo alcance en el cielo: era nuestro amuleto”.

Juan murió esa misma mañana, y Amapola y Nicolás lloraron mucho, pero sabían que nadie se daba cuenta por la protección de la cara.

Related posts