Cansado

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Terlenka            

 

Es posible, le comenté alguna vez a Juan José Gurrola, el lúcido e intratable —para algunos— artista y director de teatro, es posible que el escenario le sea vedado o reacio a mi intuición y a mi sentido religioso. La representación en un atrio, altar, mesa pública o teatro, no logra seducirme o afectarme al grado de convertirme en un prosélito o en un espectador converso. En pocas palabras: no le creo a nadie que hable o discurra desde el escenario. No le “creo” en el sentido más íntimo y medular de la palabra. No creo en sus palabras ni en su representación de “hablador”. Michel Onfray, en la actualidad tan golpeado debido a sus opiniones acerca del Estado Islámico, ha escrito en su Tratado de ateología que el ateísmo no es una terapia, sino salud mental recuperada. Me sumo a esa noción de ateísmo y por ello cada vez que debo hablar en público lo resiento y descreo de mí mismo.

Sin embargo un escritor, es decir un mentiroso ontológico, cree en lo que escribe. De lo contrario su soberbia lo hundiría y sus libros acabarían naufragando por sí mismos (no a causa de la crítica desfavorable, las ventas, o el encono ajeno). Algo similar debió pensar Francisco Umbral cuando en su obra Las ninfas, escribió que lo más importante que suele encontrar el adulto en los libros es la confirmación de sus intuiciones adolescentes. En esta novela, Umbral narra las vicisitudes de su adolescencia, guiado, como era su costumbre, por una pasión narrativa que contemplaba en sí el comentario, la opinión, la ficción e incluso el desgarbo biográfico y la pantomima. Cuando alguien me pregunta por mi estado anímico actual me gusta responder algo parecido a lo expresado por Umbral. “Estoy en una condición inmejorable: he confirmado lo que ya presentía en mi adolescencia, es decir: que no encontraría en el futuro más que encono, grosería, analfabetismo y crueldad.” Por ello las excepciones corteses y amistosas resultan tan desconcertantes y extrañas, tan lejanas y bellas que uno no puede dejar de observarlas más que como rarezas estelares.

Cuando, vía los más diversos motivos, me encuentro en un escenario con el propósito de hablar, entonces el escritor que vive en mí —siento decirles que soy escritor y no pueden evitarlo por más que me metan el pie— se incomoda de tal manera que se inclina por la pantomima y el performance, por el gesto y la ironía del personaje. Llevo a cabo la burla del espacio religioso, sin descuidar la esencia de mis palabras o de mi retórica.

El martes pasado participé en una charla con Irvine Welsh —en realidad fueron dos monólogos que tomaron su propio camino. Sugiero leer de él, sobre todo: Las pesadillas del Marabú. El estimable Mauricio Montiel, propuso los temas y yo le tomé la palabra. Había demasiadas personas y muchas otras no lograron entrar al salón asignado de la FIL Guadalajara. Pese a ello, y al terminar el performance firmé al vapor una cantidad considerable de libros ya que uno debe ser atento y amable con los pocos lectores que hoy sobreviven a la era del entretenimiento, el comercio y la fatuidad. Pido disculpas a quienes no logré siquiera ponerles un garabato en sus hojas, pero el apresuramiento es una constante en las ferias del libro de esta magnitud. En seguida, fui conducido —acompañado por un grupo de amigos— a un salón de autores con el fin de relajarnos, conversar un poco con el propio Welsh y partir después hacia otros lares. ¿No se trata de ello la convivencia entre escritores, intelectuales y cualquier persona que se niegue a rebuznar? De inmediato fuimos expulsados del lugar por una señora mal encarada de apellido Niembro, pues estaba a punto, supuestamente, de llegar un escritor inglés, Salman Rushdie, y por razones pacatas expuestas de manera oblicua y desdeñosa y nunca expresadas de manera prudente teníamos, supuestamente que largarnos a la jodida, Welsh, yo y nuestros acompañantes (escritores en su mayoría).

Sospecho que existe en el medio de la cultura un grupo de señoras —especímenes amargos y de sexualidad extravagante— cuya ausencia de sensibilidad, lectura y gusto resulta nociva a la buena convivencia en una reunión de lectores y escritores. Siento comunicarles que estoy sano y duro de roer. Tarde o temprano volverán a encontrarse con este bulto incómodo el cual, para su desgracia, es escritor, no un diplomático ni un ser amansado o manipulable. Vuelvo, como lo hice hace un año en esta columna a referirme con respeto a los esfuerzos que se hacen por darle a los libros un aspecto de autoridad y dignidad perdidas, sea una editorial independiente o una gran feria del libro, como la presidida, en este caso, por Raúl Padilla.

La ironía, que siempre es puntual y exacta me ha hecho recordar que cuando Salman Rushdie vino a México de incógnito se hospedó en casa de una querida amiga mía. Y de allí nunca me echaron. Ni yo, ni Welsh, ni mis amigos somos fundamentalistas musulmanes. En fin, he allí mi sino más recurrente: ser expulsado. Fuera de este incidente, más propio para la anécdota que para la guerra, lamentamos también los 20 años de Editorial Moho en un espacio de arte conocido como Laboratorio Sensorial, en Guadalajara y con la presencia de Enrique Blanc y Alejandra Maldonado. Hubo en el público un número apreciable de personas y con ellas conversé, disentí o asentí, pero siempre con la cortesía debida. Si no somos perros. Pero me detengo ahora con tal de no alabar el sistema decimal y porque estoy cansado.