Di su nombre, di sus nombres, di nuestros nombres
A todos terminó por espantarnos el mentado virus. Primero, hace ya un año, lo vimos lejos, pero muy lejos, porque siempre que hablamos de China se antoja otro mundo al que seguramente no iremos cuando menos en esta vida. Por eso ni nosotros, ni las autoridades se preocuparon, porque de aquí a que llegara a territorio patrio ya habría aparecido una vacuna, además que la raza de bronce podía soportar eso y más, si como dijera el que ya logró dividir al país entre los que lo idolatran y quienes lo odian, y por lo tanto se desean la muerte lenta y con sufrimiento. La raza de bronce a estas alturas ya vio morir a más de cien mil de los suyos y la mera verdad no hay hogar donde el Covid-19 no haya asomado sus narices para terror de sus moradores.
Todos, o casi todos, ya sumamos a la lista de difuntos un pariente, un conocido, alguien que por lo menos conocimos de vista. Es decir que ya tienen rostro y dejaron de ser cifras que todas las noches se acumulan en la conferencia de prensa, en los noticiarios, de nuevo en los noticiarios y por supuesto en los artículos de opinión que señalan culpables, acusan al que dijo que era prescindible el cubrebocas. En fin, lo de siempre.
Pero el hecho sustancial en estos momentos es que ya adquirida una identidad con el nombre, fecha de nacimiento y de fallecimiento, el virus asusta, provoca horror porque va en serio; porque identificar a una persona con un número es desidentificarla, hacerla anónima, incluso quitarle mucho de humanidad. Porque una cifra es invisible, carece de historia, por lo tanto de cariño y amor que toda familia profesa a los suyos. Funcionó casi un año hacer humo de las identidades, pero han sido tantos los muertos que ya era una tarea imposible de continuar.
Sin cadáveres que enterrar o despedir, la tarea funcionó a la perfección, y si eran cenizas mejor, porque se llora y honra al estuche que ocupó el que fue, no polvo de lo que fue.
Tuvieron que pasar tantas cosas que nos despertamos sorprendidos por nuestra capacidad para repetir una y otra vez: no son mis difuntos, no tenían un rostro, no eran nadie, no eran nada.
Pero ya los conocemos y tampoco nos despedimos de ellos, pero estuvieron a nuestro lado, nombraron nuestro nombre, nombramos sus nombres y nos dimos la oportunidad de existir.
Repitamos sus nombres, miremos sus rostros, digámosles que los extrañamos, que siempre los vamos a extrañar, porque debemos nuestra creación a su palabra, y ellos a la nuestra.
Y los que aquí seguimos, digamos el nombre de cada una de las personas que amamos de todo corazón, una y otra vez, muchas, muchísimas veces, para que nunca dejen de existir, para que se queden con nosotros hasta ese último día en que escucharemos a ese alguien que repita tu nombre, mi nombre, y por eso sabremos que valió la pena vivir, para vivir en sus memorias y en sus labios.
Mil gracias, hasta mañana.
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@JavierEPeralta