EL TEATRO DE LA VIDA. (EL ROSTRO Y LAS MÁSCARAS)

“¿Detrás de cuál máscara está

mi verdadero rostro?”

PGH.

 

Los orígenes del teatro occidental, se ubican en Grecia, entre los Siglos VI y V a.C. Las inmortales obras de Esquilo, Sófocles, Eurípides y aún las comedias satíricas, burlescas, de Aristófanes, todavía se representan con éxito en nuestros días.

 

En aquellos escenarios, los actores usaban máscaras para representar a sus personajes, lo que hacía innecesaria su propia comunicación gesticulante. Los coros, en las tragedias, simbolizaban los miedos internos y las profecías del Oráculo.

 

Aunque parezca mentira, a tantos siglos de distancia, el recurso del disfraz se sigue usando. Basta mirar en la televisión a un payaso de cabello verde y nariz roja: agresivo, burlón, sarcástico, alburero e irrespetuoso con todos los hombres del poder (excepto con el Peje). Ese mismo individuo, como simple actor es introvertido, carente de brillo: un caso típico de la creatura que devora a su propio creador e interprete.

 

El teatro, la política, la oratoria y otras actividades cuya recompensa es el aplauso, son altamente adictivas, por eso el retiro de un personaje con éxito le resulta tan difícil. “No es lo mismo pasar de protagonista a espectador, aunque se tenga boleto de primera fila”, decía José Ingenieros. También afirmaba: “El orador es tan mediocre, que jamás se baja de la tribuna; siempre la lleva simbólicamente consigo: dicción, modulación, volumen de voz matizan sus expresiones para hablar a la Historia, más que a sus modestos interlocutores”. Milán Kundera, reflexiona: “En el teatro se puede pulir una escena, ensayarla una y mil veces… Vivir también es una gran representación, pero no permite experimentar. Cada escena es la vida misma”.

 

En este contexto a los seres humanos, desde temprana edad, la biografía les asigna una serie de caracterizaciones. Simbólicamente a cada uno corresponde una colección de máscaras; por ejemplo, para llamar la atención el bebé (algunos adultos conservan la costumbre) “hace berrinche”, llora, se angustia, gesticula… después cambia de rol y se pone una angelical sonrisa. Algunos adolescentes suelen colocarse el disfraz de académicos; ellos mismos adoptan después la atractiva faceta de conquistadores; en pláticas de café, suelen distorsionar sus facciones y pronunciar discursos revolucionarios, vestirse de guerrilleros y caminar por agrestes e imaginarias montañas. En la actualidad, están de moda, los anónimos embozos de “críticos feroces” en las redes sociales.

 

En todas las épocas, los jóvenes ajustan sus propios rostros a cada máscara. Todo se vale, menos estar de acuerdo con aquello que represente autoridad. “¡Prohibido prohibir! Rezaba el credo sesentayochero con boina y pipa del Che Guevara. Hoy, bajo capuchas de anarquía, surge el coro: ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!

 

En esa temprana edad, la mueca ambivalente: atracción y rechazo a la política y a los políticos, parece auténtica. El idealismo es propicio para utilizar a sus portadores como carne de cañón. Los panteones y fosas clandestinas están llenos de cadáveres con estas características, para beneplácito de las siniestras manos que mecen las cunas.

 

En la otra cara de la misma moneda están los perfiles frívolos de aquéllos que, de plano dicen: ¡No a la política! y a cualquier otro tema que no se relacione con los deportes y/o las páginas de espectáculos.

 

Antes de integrarse al círculo de los adultos, el juvenil camino pasa por una etapa en que el varón y la mujer ocultan sus defectos tras una cara bonita, sin defectos. Nadie es más hipócrita que un (a) novio (a), en plan de conquista.

 

Después, los simbólicos atuendos, los juramentos civiles y religiosos… La vida cotidiana hace caer las caretas para estrenar nuevas personalidades: el novio se transforma en esposo y padre; la novia en su equivalente femenino. Los amores tormentosos se transforman en rutinas; aumentan las responsabilidades… y los kilos.

 

En lo público, se tiene que afrontar la realidad: ejercer una profesión u oficio, con la respectiva personificación que el caso requiere: médico, abogado, profesor o experto en alguna manualidad que proporcione ingresos y a veces, militancia política gremial. A cada trabajo, con título o sin él, corresponde un antifaz matizado por las relaciones públicas.

 

La política se ha considerado una ciencia y un arte. No es ninguna de las dos cosas. Es una profesión como cualquiera otra. Varios embozos necesitan los seguidores de las doctrinas maquiavélicas para conseguir y/o preservar el poder. Actualmente en Hidalgo, miles de estos profesionales (y otros tantos que no lo son) viven horas de angustia, porque no saben si el precandidato (a) de sus preferencias será el (la) elegido (a). Por las dudas algunos (as) tienen colección de fotografías y camisetas. El precio de equivocarse puede ser la muerte política.

 

Ni la edad ni la fortuna son antídotos para borrar las expresiones de duda y ansiedad en las caretas de los que esperan y desesperan. Sólo uno (a) llegará. Entonces se descubrirán los verdaderos semblantes, hasta ahora enmascarados, tras las sonrisas aduladoras de tiempo completo. Todos vestirán el uniforme de la disciplina.

Noviembre, 2015.

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