EL FARO

No los escuchamos

  • Nos hemos acostumbrado a ver a nuestros ancianos de cerillos en los centros comerciales, recluirlos en residencias o declararlos prescindibles

Tradicionalmente la humanidad ha reservado un lugar privilegiado para los viejos, para los ancianos. Ellos eran sinónimo de sabiduría, poseedores de las narraciones que daban identidad a los grupos humanos, contadores de las historias al calor del fuego nocturno, centros de la unión familiar o tribal y protagonistas de no pocos ritos religiosos muy propios de las comunidades.

En nuestra sociedad actual, las personas que son mayores de 65 o 70 años han vivido formas radicales de maneras de vivir. Muchos de ellos nacieron en el ámbito rural, con carencia de muchos servicios, llenos de libertad para estar fuera de la casa, sin más comunicación que la que se ofrecía en el pueblo en donde vivían. Han ido experimentando en su vida cómo llegó la radio, la televisión (blanco y negro y a color), el video, el teléfono, el internet… y la comunicación se abrió al resto del mundo.

Sus nietos ya nacieron en el contexto de una sociedad interconectada y dependiente de internet. Los muchachos pueden pasar horas enlazados con sus dispositivos relacionándose con amigos en los más distantes lugares del mundo de manera simultánea. Tienen los oídos ocupados buena parte del tiempo en estos menesteres.

Con los canales de escucha muy ocupados, con unos papás muy saturados en el pesado trabajar y preocupados por ganar dinero podemos imaginarnos a los abuelos arrinconados sin tener oídos que los puedan escuchar. La sabiduría que se les supone, las historias que tenían para contar, la narración de su forma de vivir la juventud y el sentido religioso que transmitían se sumergen en un silencio de irrelevancia que priva a las nuevas generaciones del alimento histórico que puede ayudar a explicar su presente.

Si a esta situación familiar le añadimos una ideología generalizada que ensalza la eterna juventud, la intensidad del presente, la irrealidad del pasado y del futuro y valora a quien puede aportar algo a la sociedad en términos económicos y productivos, podemos llegar al extremo de perder de vista la existencia cada vez más números de nuestros viejos y mayores.

Nos hemos acostumbrado a verlos de cerillos en los centros comerciales o a recluirlos en residencias o a declararlos prescindibles si de la atención urgente ante el Covid-19 se trata. México es una nación de edad joven, de ritmo acelerado, de inseguridades generales. Quienes pueden darnos sostén, centrarnos en lo que realmente es importante en la vida, contarnos maneras diferentes de vivir, estar siempre presentes para ayudar a las nuevas generaciones, entre otras labores, pueden ser esos viejos que nos pasan desapercibidos sumidos en el silencio porque ya no importan. Con el paso del tiempo serán cada vez más e irán disminuyendo los jóvenes. ¿Si ahora nos cuesta escucharlos, quién querrá hacerlo en el futuro?