* Linchar la esperanza
Los hechos registrados en Ajalpan, Puebla, donde los hermanos José Abraham y Rey David Copado Molina, de 25 y 35 años de edad respectivamente, fueron linchados por una turba, bajo el supuesto de que se dedicaban al secuestro de niños, son idénticos a los que se presentaron en Huejutla, aquí en Hidalgo, el 28 de marzo de 1998, cuando José Santos y Salvador Valdés, corrieron la misma suerte y por idénticas acusaciones. En ambos casos la acusación era falsa.
Pueden surgir múltiples argumentos que intenten hasta justificar los actos de barbarie a los que parece nos hemos acostumbrado: si la inseguridad que priva en el país, si la desigualdad, si un fallido gobierno que no atina a solucionar un algo que de origen resulta imposible.
Todo puede intentar hacerse para cuando menos entender lo que anotamos, pero, guste o no, el asunto tiene que ver más con un instinto criminal que todos, o casi todos, traemos de nacimiento.
Si nunca en la vida se ha sido testigo de un hecho de esta naturaleza, difícilmente se puede comprender lo que le anoto, e incluso es posible caer en la tentación de ver con buenos ojos lo sucedido en Ajalpan y Huejutla.
No es así, y simplemente no puede ser así. Peor cuando los victimados resulta que son inocentes.
Nada como una masa de personas enloquecidas, ávidas de sangre, para que cada uno de los participantes en el acto de linchar a un supuesto violador o secuestrador, pueda finalmente colocarse en el papel de juez y verdugo. No existe, en ese justo instante, ninguna barrera que le impida sacar todo el hartazgo de la vida misma que ha llevado hasta ese momento. Alguien debe ser culpable de que la familia apenas sobreviva con salarios de hambre; alguien el que debe pagar porque el designio divino, o destino si así se le quiere llamar, lo llevó a nacer en la miseria, y estar condenado a quedarse en ese lugar sin futuro alguno.
Sin embargo, y ese es el factor que acaba por lastimar a todos y cada uno de los justicieros investidos por un día, pasada la sicosis, la furia, el deseo de muerte a todo lo que pase ante los ojos, queda una resaca de la que no se puede salir.
Despertar a la realidad en que se quiera o no todos quedan en el mismo papel de los que se decidió sacrificar, lleva a un solo puerto que es la desesperanza, la pérdida absoluta y definitiva de la fe en todo lo que nos distingue como seres humanos.
Porque en la fiesta de sangre que es un linchamiento no hay espacio para otra cosa que no sea la sed de ver hechos pedazos a los que, de pronto, se identificó como la encarnación de la maldad, de que el destino sea tan miserable, de que el futuro se haya caído a pedazos.
Y en esa orgía de sangre surgen también los que logran convertirse en líderes de la muerte, que con un solo grito transforman al que apenas si tenía valor para mirar a la cara en un criminal, el que patea el rostro desfigurado, el que rocía con gasolina el cuerpo inerte pero aún vivo, el que goza cuando las piernas y los brazos tiemblan al chamuscarse con el fuego.
Por supuesto al otro día, cuando amanece, cuando preguntan quién fue el responsable, quién el que disparó la versión de que los muertitos eran secuestradores o violadores, la respuesta es la misma: “nadie”. Pero el “nadie” son todos, y el todos es un anonimato que libra de la cárcel, pero nunca de la conciencia que de pronto reaparece, se hace visible, y lastima, lastima terriblemente.
Lo sucedido en el estado de Puebla y aquí en la región Huasteca, puede ser presentado como una prueba inequívoca de la descomposición de un sistema, de lo que usted quiera, pero un hecho definitivo es que no se trata de un movimiento social o revolucionario. No. Se trata, por sobre todas las cosas, de un capítulo que deja a la población que decidió sumarse al trágico acontecimiento, en un estado de absoluta desesperanza, en una cruda que simplemente no pasa y se complica con los días.
Mil gracias, hasta mañana.
twitter: @JavierEPeralta