El mar
Dicen que las personas que le tienen miedo al mar en realidad le tienen miedo al amor, yo no le temo al amor, pero al mar le guardo siempre mucho respeto; es de los escenarios menos afortunados en los que se pueda sobrevivir a una adversidad, en la tierra puedes correr, esconderte, respirar, puedes quedarte inmóvil o maniobrar, en el mar debes mantenerte al menos a flote, respirar, nadar y en caso necesario luchar.
Desde niño tenía este temor al mar, a la inmensidad, a todo ese mundo que ni siquiera está bien descubierto. Recuerdo aquella vez en que mis padres creyeron que la película de “Tiburón”, o la de las pirañas, o cualquier otra que tuviera que ver con los peculiares inquilinos del mar, me aterrorizaban por las bestias o los efectos especiales, la realidad es que la idea de estar en una situación así en el mar era lo que producía mi ansiedad.
Hay una cinta que medio recuerdo, dónde en submarinos unos como exploradores llegan al secreto del abismo, no la recuerdo bien, pero lo que mi memoria si me permite saber es que aquella película no me permitió dormir bien aquella noche, de tan solo imaginar la angustia de saber que pronto se acabará el oxígeno y que no hay forma de salir, ni siquiera nadando, de aquel lugar.
No es miedo al amor, es miedo al mar, a entrar y no salir o salir incompleto, sin calzones como le sucedió a un conocido, de cabeza como le pasó a una vecina, o sin algún miembro como les pasó a los de las películas, a que el cuerpo se vaya flotando y sea devorado por las criaturas, a que no haya espacio ni ventaja para una pelea, el mar es mi amigo y nos hablamos de lejos.
A veces escucho su melodía invitándome a entrar, y luego recuerdo a las sirenas que podrían tratar de engañar, me gusta ver el mar por las mañanas y me gusta verlo al atardecer me gusta ver como emerge el sol de sus orillas y me gusta verlo como si ahogara también.
Al mar lo respeto y al campo del amor entro más seguido.