Unas cuantas palabras
-¿Mami? ¿Mami? ¿Estás ahí?
Aquella mujer de cabellos blancos y pasos lentos tomaba pacientemente el auricular de su teléfono, sólo para descubrir que uno de sus hijos le llamaba. Afuera, un aguacero azotaba las calles.
-Si te escucho, mijo –su voz no escondió emoción alguna-. Hace meses que ni tú, ni tu familia nos visita…
-Ya lo sé, mami. Pero ya sabes: ahorita las cosas no están tan agradables como para ir a verte.
Una vez pasada la sorpresa, ella decide tomar asiento para escuchar con atención su llamada, mientras que las gotas de lluvia tocaban insistentemente su ventana.
-¿Cómo están todos por allá? ¿Mis nietos no se han enfermado de nada?
-Gracias al cielo, ninguno se me ha enfermado. Mi esposa se encarga de cuidarlos mucho, pero yo soy el que se tiene que arriesgar. Y créeme, no es algo fácil.
Del otro lado de la línea, aquel muchacho notó la tristeza de su progenitora.
-Pero dime, ¿cómo te has sentido?
-Ay, mijo… Sabes que mis presiones no van a irse de un momento a otro. Tu papá hace todo lo posible para que me mejore, pero si no es una cosa es otra…
La voz del muchacho se torna compasiva ante el desgaste de su madre.
-Oye: puedo ir hasta tu casa y verte. Si necesitas algo de plata, no tengo problemas para darte algo. Al menos para que te termines de tratar.
-No, mi amor –contestó ella con cierta ternura en su voz-. No quiero que te pase algo. Acuérdate que debes pensar en la salud de tu familia.
Él captó rápidamente aquel mensaje. La lluvia casi desaparecía por completo, y solo la voz de ella resonaba sobre las paredes de aquel hogar solitario.
-Pues no quiero desaprovechar el momento para decirte felicidades. A todos mis hermanos nos gustaría habernos reunido contigo hoy… pero hay veces que la vida misma no es muy justa.
-No te preocupes, mijo. Ya sabes que el próximo año tendremos la oportunidad.
Ambos se despidieron, dejando un sabor agridulce en sus labios. Y en cuanto colgó el teléfono, dejó escapar unas palabras:
-Ojalá Dios me diera un año más de vida.