24 DE JUNIO

24 DE JUNIO

Alfredo Rivera Flores

Una de las más grandes alegrías en la vida familiar, que afortunadamente duró por muchas décadas, la constituyó el festejo del Día de San Juan. Mejor aún, el día de los juanes, pues si bien mi padre, Juan Rivera Oliver era el festejado, tras de su historia se alineaba el recuerdo de la larga lista de mineros jefes de la familia, que habían llevado el nombre de Juan Rivera. Esa costumbre terminó hasta que mi padre mismo, escogió para su primogénito el nombre de Guillermo. Ahí se puso fin a la tradición minera. Veamos.

EL ÚLTIMO MINERO

La clásica foto juguetona de domingo en un pueblo mágico. No únicamente. El rictus del hombre viejo se mezcla a la casi sonrisa con un indefinible halo de angustia. Será que el pensamiento regresa al momento en que esas manos, que ya se crispan empuñando de verdad y con fuerza el manubrio de la máquina, recibían la interminable cadena de vibraciones sin fin, durante las ocho horas de la jornada que pasaba hundido en la tinieblas y humedades de los cientos de metros bajo tierra; tragando polvo y añorando el sol.

Sí, eran los tiempos en que los compañeros de condena portaban cartuchos de dinamita ajenos a la escenografía y conscientes del riesgo permanente de la explosión.

El primogénito, afortunado, personificaba al primer Rivera que en un cúmulo de generaciones no había tenido que ganarse el pan familiar esclavizado en la compañía minera. Se le mira consciente de que en un momento se despojó de la burda tela de la yompa, y regresará al de la venta de las finas telas que ha mucho tiempo inauguró para bien de sus sucesores y que únicamente entienden de la mina como algo anecdótico, ajenos a que ahí sus mayores entregaron la vida y forjaron la estirpe.

La lámpara de carburo escapada de algún museo será manipulada por las viejas y sabias manos que en automático repiten la nunca olvidada rutina de la que surgía la débil luz que en la profundidad del tiro o la negrura del socavón había de ser su única compañera, además, de su tabla de salvación para detectar la presencia del fatal y temido gas.

Y luego, nada. El uno camina de prisa buscando otros mundos que conquistar. El otro, lentamente enfiló sus pasos de regreso a su hogar llevando la mente saturada de los recuerdos de la cabrona vida bajo la tierra y de la buena fortuna que le hizo sobrevivir a tantos compañeros que truncaron su vida por un accidente o peor aún, fueron dejando los pulmones carcomidos por la enfermedad en cada una de sus toses.

La casi sonrisa que congeló la foto es su expresión de felicidad y apareció en su semblante al reconocerse  el último de la fila familiar de mineros y con ello  saber que su hijo, sus hijos y los hijos de sus hijos únicamente conocen la mina como fuente de viejas historias.

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