ESPEJOS DE LA REALIDAD
Junio y julio son meses repletos de cumpleaños en mi familia. Aunque el de mi papá es en noviembre, lo celebramos siempre el tercer domingo de junio. Sin embargo, hemos creado nuestras propias tradiciones, transformando gradualmente el espacio: acomodamos los sillones para dar cabida a más personas y extendemos el mantel más limpio sobre la mesa. Como si la sala fuera un punto en el espacio-tiempo, como describe Borges en «El Aleph», todo sucede y no sucede al mismo tiempo. Cada reorganización de los muebles revela un microcosmos en la sala de nuestra casa.
Los aromas nos incitan a tomar asiento. En el centro de la mesa, las tortillas calientes, el quesito fresco en cubos, el chicharrón y un pico de gallo nos reciben. Me siento como cuando era niña, saboreando en voz alta y elogiando a mi mamá por lo delicioso que todo quedó. Una de mis amigas siempre recuerda que cuando vivíamos en el C. Doria y cumplí 14 años, mi familia me sorprendió con una cazuela llena de esquites.
Después, reorganizamos la mesa y la dejamos limpia para jugar algún juego de mesa. A menudo comenzamos sin él, pero a mitad de juego mi papá decide unirse y, como si fuera un mandato no escrito, desafía las leyes naturales al alcanzarnos y ganar siempre el premio mayor.
He comenzado a grabar videos de estos momentos. Como dice Juan Gabriel, el tiempo avanza sin detenerse, y los únicos tesoros que tenemos son los recuerdos. Aunque el ser humano ha buscado crear máquinas del tiempo, hemos encontrado nuevas formas de congelar estas escenas que pasan por mi mente.
Luego llega el pastel, preparado por mi hermana, cuya habilidad para captar la esencia de las personas a través de la comida siempre me sorprende. Tania conoce los ingredientes exactos de cada persona que llega a la casa, si les falta sazón o si están pasados de sal. No es de extrañar que los conozca mejor que ellos mismos.
Finalmente, Valentina, mi sobrina de 17 años, es la encargada de los regalos, asegurándose de que el cumpleañero adivine quién le dio cada uno. Nos acompañamos de tradiciones, sobremesas y voces tan fuertes que a veces parecen gritos.
Aprendí a detener instantes en el tiempo, lo aprendí de ellos: Me siento, me aseguro de no respirar de manera apresurada, tomo conciencia de mi alrededor, absorbiendo cada risa, cada aroma y cada gesto familiar.
En estos pequeños detalles encuentro la verdadera riqueza de la vida, en la capacidad de compartir momentos que perdurarán más allá de cualquier reloj o calendario.